
Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9
R. Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.
Pueblos todos batid palmas,
aclamad a Dios con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible,
emperador de toda la tierra.
Dios asciende entre aclamaciones;
el Señor, al son de trompetas;
tocad para Dios, tocad,
tocad para nuestro Rey, tocad.
Porque Dios es el rey del mundo;
tocad con maestría.
Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono sagrado.
(5 septiembre 2001)
R. Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.
Pueblos todos batid palmas,
aclamad a Dios con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible,
emperador de toda la tierra.
Dios asciende entre aclamaciones;
el Señor, al son de trompetas;
tocad para Dios, tocad,
tocad para nuestro Rey, tocad.
Porque Dios es el rey del mundo;
tocad con maestría.
Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono sagrado.
COMENTARIO AL SALMO (JUAN PABLO II)
El Señor, rey del universo
1. «El Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra». Esta acla-mación inicial es repetida con tonos diferentes en el Salmo 46, que aca-bamos de escuchar. Se presenta como un himno al señor soberano del uni-verso y de la historia. «Dios es el rey del mundo... Dios reina sobre las na-ciones (versículos 8-9).
Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes del Salterio (cf. Salmo 92; 95-98), supone una atmósfera de celebración litúrgica. Nos encontramos, por tanto, en el cora-zón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo partiendo del templo, el lugar en el que el Dios infinito y eterno se revela y encuentra a su pueblo.
2. Seguiremos este canto de alabanza gloriosa en sus momentos fundamen-tales, como dos olas que avanzan hacia la playa del mar. Difieren en la ma-nera de considerar la relación entre Israel y las naciones. En la primera parte del Salmo, la relación es de dominio: Dios «nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones» (versículo 4); en la segunda parte, sin embargo, es de asociación: «Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham» (v. 10). Se constata, por tanto, un progreso importante.
Dios sublime... En la primera parte (cf. versículos 2-6) se dice: «Pueblos todos, batid pal-mas, aclamad a Dios con gritos de júbilo» (versículo 2). El centro de este aplauso festivo es la figura grandiosa del Señor supremo, a la que se atribu-yen títulos gloriosos: «sublime y terrible» (versículo 3). Exaltan la transcen-dencia divina, la primacía absoluta en el ser, la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mateo 28, 18).
3. En el señorío universal de Dios sobre todos los pueblos de la tierra (cf. versículo 4) el orante descubre su presencia particular en Israel, el pueblo de la elección divina, «el predilecto», la herencia más preciosa y querida por el Señor (cf. versículo 5). Israel se siente, por tanto, objeto de un amor parti-cular de Dios que se ha manifestado con la victoria sobre las naciones hos-tiles. Durante la batalla, la presencia del arca de la alianza entre las tropas de Israel les aseguraba la ayuda de Dios; después de la victoria, el arca se subía al monte Sión (cf. Salmo 67, 19) y todos proclamaban: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas» (Salmo 46, 6).
...Dios cercano a sus criaturas
4. El segundo momento del Salmo (cf. versículos 7-10) se abre con otra ola de alabanza y de canto festivo: «tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad». (versículos 7-8). También ahora se alaba al Señor, sentado en su trono en la plenitud de su realeza (cf. versículo 9). Este trono es definido «santo», pues es inalcanzable por el hombre limitado y pecador. Pero tam-bién es un trono celeste el arca de la alianza, presente en el área más sagrada del templo de Sión. De este modo, el Dios lejano y trascendente, santo e in-finito, se acerca a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Reyes 8, 27.30).
Dios de todos
5. El Salmo concluye con una nota sorprendente por su apertura universal: «Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abra-ham» (versículo 10). Se remonta a Abraham, el patriarca que se encuentra en el origen no sólo de Israel sino también de otras naciones. Al pueblo ele-gido, que desciende de él, se le confía la misión de hacer converger en el Señor todas las gentes y todas las culturas, pues Él es el Dios de toda la hu-manidad. De oriente a occidente se reunirán entonces en Sión para encontrar a este rey de paz y de amor, de unidad y fraternidad (cf. Mateo 8, 11). Como esperaba el profeta Isaías, los pueblos hostiles entre sí recibirán la invitación a tirar las armas y vivir juntos bajo la única soberanía divina, bajo un go-bierno regido por la justicia y la paz (Isaías 2, 2-5). Los ojos de todos esta-rán fijos en la nueva Jerusalén, donde el Señor «asciende» para revelarse en la gloria de su divinidad. Será una «muchedumbre inmensa, que nadie po-dría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas... Todos gritarán con fuerte voz: "La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero"» (Apocalipsis 7, 9.10).
6. La Carta a los Efesios ve la realización de esta profecía en el misterio de Cristo redentor, cuando afirma, al dirigirse a los cristianos que no provienen del judaísmo: «Así que, recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne... estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudada-nía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Efesios 2, 11-14).
En Cristo, por tanto, la realeza de Dios, cantada por nuestro Salmo, se ha realizado en la tierra en relación con todos los pueblos. Una homilía anó-nima del siglo VIII comenta así este misterio: «Hasta la venida del Mesías, esperanza de las naciones, los pueblos gentiles no adoraban a Dios y no sa-bían que Él existía. Hasta que el Mesías no les rescató, Dios no reinaba so-bre las naciones por medio de su obediencia y de su culto. Ahora, sin em-bargo, Dios reina sobre ellos con su palabra y su espíritu, pues les ha salva-do del engaño y les ha hecho sus amigos» (Palestino anónimo, «Homilía árabe-cristiana del siglo VIII», Roma 1994, p. 100).
1. «El Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra». Esta acla-mación inicial es repetida con tonos diferentes en el Salmo 46, que aca-bamos de escuchar. Se presenta como un himno al señor soberano del uni-verso y de la historia. «Dios es el rey del mundo... Dios reina sobre las na-ciones (versículos 8-9).
Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes del Salterio (cf. Salmo 92; 95-98), supone una atmósfera de celebración litúrgica. Nos encontramos, por tanto, en el cora-zón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo partiendo del templo, el lugar en el que el Dios infinito y eterno se revela y encuentra a su pueblo.
2. Seguiremos este canto de alabanza gloriosa en sus momentos fundamen-tales, como dos olas que avanzan hacia la playa del mar. Difieren en la ma-nera de considerar la relación entre Israel y las naciones. En la primera parte del Salmo, la relación es de dominio: Dios «nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones» (versículo 4); en la segunda parte, sin embargo, es de asociación: «Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham» (v. 10). Se constata, por tanto, un progreso importante.
Dios sublime... En la primera parte (cf. versículos 2-6) se dice: «Pueblos todos, batid pal-mas, aclamad a Dios con gritos de júbilo» (versículo 2). El centro de este aplauso festivo es la figura grandiosa del Señor supremo, a la que se atribu-yen títulos gloriosos: «sublime y terrible» (versículo 3). Exaltan la transcen-dencia divina, la primacía absoluta en el ser, la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mateo 28, 18).
3. En el señorío universal de Dios sobre todos los pueblos de la tierra (cf. versículo 4) el orante descubre su presencia particular en Israel, el pueblo de la elección divina, «el predilecto», la herencia más preciosa y querida por el Señor (cf. versículo 5). Israel se siente, por tanto, objeto de un amor parti-cular de Dios que se ha manifestado con la victoria sobre las naciones hos-tiles. Durante la batalla, la presencia del arca de la alianza entre las tropas de Israel les aseguraba la ayuda de Dios; después de la victoria, el arca se subía al monte Sión (cf. Salmo 67, 19) y todos proclamaban: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas» (Salmo 46, 6).
...Dios cercano a sus criaturas
4. El segundo momento del Salmo (cf. versículos 7-10) se abre con otra ola de alabanza y de canto festivo: «tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad». (versículos 7-8). También ahora se alaba al Señor, sentado en su trono en la plenitud de su realeza (cf. versículo 9). Este trono es definido «santo», pues es inalcanzable por el hombre limitado y pecador. Pero tam-bién es un trono celeste el arca de la alianza, presente en el área más sagrada del templo de Sión. De este modo, el Dios lejano y trascendente, santo e in-finito, se acerca a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Reyes 8, 27.30).
Dios de todos
5. El Salmo concluye con una nota sorprendente por su apertura universal: «Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abra-ham» (versículo 10). Se remonta a Abraham, el patriarca que se encuentra en el origen no sólo de Israel sino también de otras naciones. Al pueblo ele-gido, que desciende de él, se le confía la misión de hacer converger en el Señor todas las gentes y todas las culturas, pues Él es el Dios de toda la hu-manidad. De oriente a occidente se reunirán entonces en Sión para encontrar a este rey de paz y de amor, de unidad y fraternidad (cf. Mateo 8, 11). Como esperaba el profeta Isaías, los pueblos hostiles entre sí recibirán la invitación a tirar las armas y vivir juntos bajo la única soberanía divina, bajo un go-bierno regido por la justicia y la paz (Isaías 2, 2-5). Los ojos de todos esta-rán fijos en la nueva Jerusalén, donde el Señor «asciende» para revelarse en la gloria de su divinidad. Será una «muchedumbre inmensa, que nadie po-dría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas... Todos gritarán con fuerte voz: "La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero"» (Apocalipsis 7, 9.10).
6. La Carta a los Efesios ve la realización de esta profecía en el misterio de Cristo redentor, cuando afirma, al dirigirse a los cristianos que no provienen del judaísmo: «Así que, recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne... estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudada-nía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Efesios 2, 11-14).
En Cristo, por tanto, la realeza de Dios, cantada por nuestro Salmo, se ha realizado en la tierra en relación con todos los pueblos. Una homilía anó-nima del siglo VIII comenta así este misterio: «Hasta la venida del Mesías, esperanza de las naciones, los pueblos gentiles no adoraban a Dios y no sa-bían que Él existía. Hasta que el Mesías no les rescató, Dios no reinaba so-bre las naciones por medio de su obediencia y de su culto. Ahora, sin em-bargo, Dios reina sobre ellos con su palabra y su espíritu, pues les ha salva-do del engaño y les ha hecho sus amigos» (Palestino anónimo, «Homilía árabe-cristiana del siglo VIII», Roma 1994, p. 100).
(5 septiembre 2001)
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