
"La Ascensión del Señor aumenta nuestra fe"
De los Sermones de San León Magno, Papa
Cristo, en su humanidad santísima, ya ha llegado a la gloria, esa gloria que, por el momento, es aurora para el resto de la humanidad. Todavía no la podemos experimentar, pero creemos firmemente en ella. De hecho, la esperanza en ese reino ha inducido a tantos hombres, después de Cristo, a entregar su vida, sin temer la muerte; hombres que conforman una constelación casi infinita de joyas en la historia de la Iglesia: son los mártires. Pero no sólo los mártires; en realidad, todos estamos llamados a una única santidad y todos debemos vivir con los ojos de nuestro corazón vueltos al cielo porque "pasa la figura de este mundo" y pronto seremos "recibidos en la paz y en la suma bienaventuranza, en la patria que brillará con la gloria del Señor". (Gaudium et spes, 93).
Así como en la solemnidad de Pascua la resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría, así también ahora su ascensión al cielo nos es un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en Cristo, por encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre. Hemos sido establecidos y edificados por este modo de obrar divino, para que la gracia de Dios se manifestara más admirablemente, y así, a pesar de haber sido apartada de la vista de los hombres la presencia visible del Señor, por la cual se alimentaba el respeto de ellos hacia él, la fe se mantuviera firme, la esperanza inconmovible y el amor encendido.
En esto consiste, en efecto, el vigor de los espíritus verdaderamente grandes, esto es lo que realiza la luz de la fe en las almas verdaderamente fieles: creer sin vacilación lo que no ven nuestros ojos, tener fijo el deseo en lo que no puede alcanzar nuestra mirada. ¿Cómo podría nacer esta piedad en nuestros corazones, o cómo podríamos ser justificados por la fe, si nuestra salvación consistiera tan sólo en lo que nos es dado ver? Así, todas las cosas referentes a nuestro Redentor, que antes eran visibles, han pasado a ser ritos sacramentales; y, para que nuestra fe fuese más firme y valiosa, la visión ha sido sustituida por la instrucción, de modo que, en adelante, nuestros corazones, iluminados por la luz celestial, deben apoyarse en esta instrucción.
Esta fe, aumentada por la ascensión del Señor y fortalecida con el don del Espíritu Santo, ya no se amilana por las cadenas, la cárcel, el destierro, el hambre, el fuego, las fieras ni los refinados tormentos de los crueles perseguidores. Hombres y mujeres, niños y frágiles doncellas han luchado en todo el mundo por esta fe, hasta derramar su sangre. Esta fe ahuyenta a los demonios, aleja las enfermedades, resucita a los muertos.
Por esto los mismos apóstoles, que, a pesar de los milagros que habían contemplado y de las enseñanzas que habían recibido, se acobardaron ante las atrocidades de la pasión del Señor y se mostraron reacios en admitir el hecho de su resurrección, recibieron un progreso espiritual tan grande de la ascensión del Señor, que todo lo que antes les era motivo de temor se les convirtió en motivo de gozo. Es que su espíritu estaba ahora totalmente elevado por la contemplación de la divinidad, del que está sentado a la derecha del Padre; y al no ver el cuerpo del Señor podían comprender con mayor claridad que aquél no había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al subir al cielo.
Entonces, amadísimos hermanos, el Hijo del hombre se mostró, de un modo más excelente y sagrado, como Hijo de Dios, al ser recibido en la gloria de la majestad del Padre, y, al alejarse de nosotros por su humanidad, comenzó a estar presente entre nosotros de un modo nuevo e inefable por su divinidad.
Entonces nuestra fe comenzó a adquirir un mayor y progresivo conocimiento de la igualdad del Hijo con el Padre, y a no necesitar de la presencia palpable de la substancia corpórea de Cristo, según la cual es inferior al Padre; pues, subsistiendo la naturaleza del cuerpo glorificado de Cristo, la fe de los creyentes es llamada allí donde podrá tocar al Hijo único, igual al Padre, no ya con la mano, sino mediante el conocimiento espiritual.
"Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo"De los Sermones de San Agustín, obispo
(Sermón Mai 98, sobre la Ascensión del Señor, 1-2; PLS 2, 494-495)
"Hoy nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él nuestro corazón. Oigamos lo que nos dice el Apóstol: Si habéis sido resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Pues, del mismo modo que él subió sin alejarse por ello de nosotros, así también nosotros estamos ya con él allí, aunque todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que se nos promete.
Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y también: Tuve hambre y me disteis de comer. ¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a él, descansemos ya con él en los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo, nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él.
Él, cuando bajó a nosotros, no dejó el cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al volver al cielo. Él mismo asegura que no dejó el cielo mientras estaba con nosotros, pues que afirma: Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Esto lo dice en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios.
En este sentido dice el Apóstol: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. No dice: "Así es Cristo", sino: Así es también Cristo. Por tanto, Cristo es un solo cuerpo formado por muchos miembros. Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la divinidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza."
San Gregorio de Nisa
Cristo, el primogénito de entre los muertos, quien con su resurrección ha destruido la muerte, quien mediante la reconciliación y el soplo de su Espíritu ha hecho de nosotros nuevas criaturas, dice hoy: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. ¡Oh mensaje lleno de felicidad y de hermosura! El que por nosotros se hizo hombre, siendo el Hijo único, quiere hacernos hermanos suyos y, para ello, hace llegar hasta el Padre verdadero su propia humanidad, llevando en ella consigo a todos los de su misma raza.
San Cirilo de Alejandría
El Señor sabía que muchas de sus moradas ya estaban preparadas y esperaban la llegada de los amigos de Dios. Por esto, da otro motivo a su partida: preparar el camino para nuestra ascensión hacia estos lugares del Cielo, abriendo el camino, que antes era intransitable para nosotros. Porque el Cielo estaba cerrado a los hombres y nunca ningún ser creado no había penetrado en este dominio santísimo de los ángeles. Es Cristo quien inaugura para nosotros este sendero hacia las alturas. Ofreciéndose él mismo a Dios Padre como primicia de los que duermen el sueño de la muerte, permite a la carne mortal subir al cielo. El fue el primer hombre que penetra en las moradas celestiales… Así, pues, Nuestro Señor Jesucristo inaugura para nosotros este camino nuevo y vivo: “ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de su carne” (Heb 10,20)
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