
Vamos a glosar sencillamente estas tres presencias de María a la luz de la liturgia, con elementos tradicionales y nuevos de Oriente y de Occidente, pidiendo la ayuda del testimonio iconográfico de la más antigua tradición bíblico-litúrgica que quiere suplir discretamente el silencio de los datos evangélicos.
Queremos dar así cabal apoyo a la orientación que el libro de las “Misas de la Virgen María” nos propone para el tiempo de Pascua : “En el “gran domingo”, esto es, durante los cincuenta días en que la Iglesia, con la alegría y júbilo celebra el misterio pascual, la liturgia romana recuerda también a la Madre de Cristo, llena de gozo por la resurrección de su Hijo, dedicada a la oración con los apóstoles y esperando confiadamente con ellos el don del Espíritu Santo" (cf. Hch 1,14).1
Se trata de la presencia y de la ejemplaridad de María en el arco de los misterios que sellan la misión salvadora de su Hijo y marcan el paso de la presencia del Resucitado a la misión del Espíritu Santo.
María en la alegría de la Resurrección
No vamos a embarcarnos en la difícil tarea de justificar una aparición de Jesús resucitado a la Virgen María. Hay literatura abundante en los apócrifos, en los escritos de los Padres que o se dejan convencer por los apócrifos o fuerzan los mismos textos evangélicos par ver en una de las Marías que reciben la aparición de Jesús a la Virgen Madre. Ni es éste el lugar para dejarnos seducir por los clásicos libros de la Vida de María que hablan de la primera aparición del Señor a su Madre, o por la abundante literatura espiritual sobre este tema. Vamos simplemente a escuchar testimonios litúrgicos, esenciales convicciones de fe que en el ámbito de la celebración de los misterios adquieren el valor del verdadero “sensus fidelium”.
Que María sea testigo de la Resurrección de su Hijo, nadie lo pone en duda. Su presencia en el Cenáculo, en espera del Espíritu, es un dato esencial. La experiencia de María como Madre y discípula no ha terminado al pie de la Cruz, donde han quedado consumados los misterios de Jesús de Nazaret, su Hijo según la carne. María es asociada plenamente a esa continuidad del misterio de Cristo en la dimensión del Espíritu, la que se inaugura la mañana de Pascua y tiene como momento estelar la efusión del Espíritu en Pentecostés. La experiencia de María se enriquece, crece y adquiere, como en el Calvario, toda la dimensión tipológica de “experiencia eclesial” en la que la Madre de Jesús aparece como figura y Madre de la Iglesia naciente.
EL ORIENTE BIZANTINO
La liturgia bizantina que con tanta efusión patética canta la presencia de María al pie de la cruz y pone en sus labios los más conmovedores lamentos por la muerte de su Hijo y las más súplicas por su pronta Resurrección, es bastante discreta para subrayar la alegría de nuestra Señora por el gozo de la Pascua.
El “megalinario” o canto a María que se intercala en la plegaria eucarística después de la epíclesis, en el momento en que se recuerda a la Virgen en la comunión de los Santos, tiene este tono particular ya en la gran vigilia pascual bizantina : “El Angel le dijo a la llena de gracia : ¡Alégrate, Oh Virgen pura! Te lo digo de nuevo : ¡Alégrate! Tu Hijo ha resucitado al tercer día del sepulcro y ha resucitado a los muertos : ¡haced fiesta, pueblos!. Revístete de luz, nueva Jerusalén, porque la gloria del Señor ha amanecido sobre ti. Haz fiesta y alégrate, Sión. Y tú, Purísima Madre de Dios, ¡alégrate por la Resurrección de tu Hijo!”
La última parte de este “megalinario” está tomada del poema de San Juan Damasceno que se canta en la gran vigilia pascual bizantina. La Madre de Cristo es asociada al gozo de la nueva Jerusalén, de la Iglesia que nace de la Resurrección. Pero el texto tiene un contenido simbólico sugestivo. Las palabras del ángel en el primer anuncio : “Alégrate, llena de gracia”, tienen ahora la dimensión del gran anuncio pascual. Los ángeles son los primeros evangelistas; las mujeres que reciben el anuncio y lo comunican a los discípulos incrédulos, son también “evangelistas”, como las llama la liturgia bizantina, hasta el punto que llega a definirlas “iguales a los apóstoles” e incluso “apóstoles de los apóstoles”. Entre estas mujeres, portadoras de perfumes (miróforas) y evangelistas, María está siempre incluida como testigo de la Resurrección. El gozo de este segundo anuncio que la Virgen recibe del ángel, parece sugerirnos el texto bizantino, le hace recordar todas las promesas del primer “Alégrate” de la Anunciación y las palabras de Jesús había muchas veces repetido a sus discípulos y que María junto con tantas otras conservaba en su corazón : “Al tercer día resucitaré”. En este texto bizantino podemos encontrar la fuente de la antífona mariana medieval que la Iglesia de Occidente repite durante el tiempo de Pascua : “Regina coeli, laetare, alleluia”.
Entre los “troparios” de la Resurrección que la liturgia bizantina canta todos los domingos, el del tono 6° (plagal 2°) ha conservado también un breve recuerdo al encuentro de Jesús con la Virgen María : “Angeles bajaron a tu sepulcro y los guardianes cayeron amortecidos... Saliste al encuentro de la Virgen tú que dabas la vida. ¡Señor resucitado de entre los muertos, gloria a ti!". Una antíquisima ilustración iconográfica se hace eco de esta convicción de los cristianos, transmitida quizás por la tradición oral. El Evangeliario de Rabbula de Edesa, de finales del siglo VI, conservado hoy en la Biblioteca Laurenziana de Florencia, en la escena de las mujeres que van al sepulcro y de Cristo que aparece en la mañana de Pascua, presenta siempre la iconografía de la Virgen María en plena continuidad con su imagen al pie de la cruz y como veremos en el misterio de la Ascensión del Señor.
LA LITURGIA OCCIDENTAL
En plena consonancia con las expresiones bizantinas, una colecta del Oracional visigótico para el día de la Resurrección aplica a la Virgen Madre la búsqueda del cuerpo de Jesús en el sepulcro que los evangelistas atribuyen a María de Mágdala. El texto podría ser traducido así :
“Señor Jesucristo, con qué ardoroso deseo y devoción buscaba tu bienaventurada Madre por todos los rincones del sepulcro tu cuerpo, cuando mereció recibir del ángel el anuncio para que no te llorara como muerto cuando te iba a ver cuanto antes resucitado...”2
Como gozosa prolongación de la tradicional antífona mariana del tiempo de Pascua, el “Regina coeli, laetare”, el Misal Romano de Pablo VI había recogido entre las misas votivas de la Virgen María el formulario para el tiempo pascual, todo él impregnado del motivo de la alegría de la Virgen por la Resurrección de su Hijo. Y ahora el formulario 15 de las Misas de la Virgen María tiene como título La Virgen María en la Resurrección del Señor y completa el anterior formulario con una antífona de entrada que es nueva y un prefacio que sintetiza de manera apropiada lo que la devoción y el sentido de los fieles había siempre puesto de relieve : la presencia de María en el misterio de Cristo Resucitado, para ser colmada del gozo de la Pascua después de haber participado con su Hijo en el dolor y la angustia de la Pasión y haber esperado con absoluta certeza el cumplimiento de sus promesas.
María, la virgen de la Pascua tiene ya en la liturgia occidental romana un formulario litúrgico que celebra y propone esta unión indisoluble de la Madre en el triunfo del Hijo. Como canta el Prefacio de esta Misa : “Porque en la resurrección de Jesucristo, tu Hijo, colmaste de alegría a la santísima Virgen y premiaste maravillosamente su fe; ella había concebido al Hijo creyendo y creyendo esperó su resurrección; fuerte en la fe, contempló de antemano el día de la luz y de la vida, en el que desvanecida la noche de la muerte, el mundo entero saltaría de gozo y la Iglesia naciente, al ver de nuevo a su Señor inmortal, se alegraría entusiasmada” .3
Gozo de la Virgen en la Pascua de su Hijo, ejemplo de la Iglesia que se alegra por el triunfo de Cristo y encuentra cada año, en el misterio pascual, la fuente de su alegría, de su esperanza y de su empeño.
La Virgen en la Ascensión del Señor
La solemnidad de la Ascensión del Señor, cuarenta días después de la Resurrección, celebra la exaltación gloriosa de Cristo a la derecha del Padre, el momento final de la presencia visible del Señor resucitado en medio de su discípulos, la orientación de la atención y de la esperanza de la Iglesia hacia el nuevo régimen de la vida sacramental en el Espíritu, cuando con la venida del Paráclito, “lo que era visible en Cristo pase a los sacramentos de la Iglesia”, según la feliz expresión de san León Magno.
La presencia de María en la Ascensión del Señor es un dato que la tradición nos ha legado a través de la iconografía que la liturgia bizantina ha recogido en el oficio litúrgico de este día y que en la ininterrumpida transmisión de la iconografía de este misterio se carga de significado eclesial.
Desde la primitiva representación de la Ascensión del Señor en las ampollas de Monza, que son del siglo IV o V, María ocupa el lugar central entre el cuerpo de los discípulos que dirigen su mirada al Señor que un nimbo de gloria sube hacia el Padre, mientras los ángeles anuncian que tal como ha subido al cielo así volverá (cf. Hch 1,10-11). El Evangelio de Rabbula de Edesa ofrece una imagen “naif” de este episodio con un colorido y un movimiento impresionantes. El detalle de la Virgen María es idéntico. De pie, entre el grupo de los apóstoles ocupa el lugar central. Está revestida con su manto purpúreo de “Theotokos”, Madre de Dios, las manos alzadas en actitud orante, casi acompañando el movimiento ascensional de su Hijo, en la misma línea vertical que ocupa Cristo en la parte superior, donde está representado en un nimbo de gloria llevado en la “Merkabah” o carro de fuego de los cuatro seres de la profecía de Ezequiel, mientras a derecha e izquierda los ángeles le ofrecen coronas de gloria.
La liturgia bizantina recoge en alguos “troparios” el significado de este misterio dando voz al expresión iconográfica. Un texto de las Vísperas de la Ascensión canta : “Era conveniente que quien como Madre habia sufrido más que ningún otro en tu pasión, fuese colmada de un gozo superior a cualquier otro gozo, al contemplar la glorificación de tu cuerpo”. Y asociando la Madre en la memoria de los apóstoles, testigos presenciales del acontecimiento, según las Escrituras, la liturgia bizantina expresa la teología de este misterio con una hermosa oración que transcribimos íntegramente :
“Dulcísimo Jesús que sin abandonar la comunión con el Padre, has querido sumergirte con nuestra humanidad entre los habitantes de esta tierra y hoy, desde el Monte de los olivos has subido a la gloria. Elevando contigo por amor la naturaleza caída, la has hecho sentarse contigo junto a tu Padre. Por eso, los ejércitos angélicos, asombrados, llenos de temor y reverencia, magnifican tu inmenso amor hacia los hombres. Junto con ellos, también nosotros habitantes de la tierra, glorificamos tu descenso hacia nosotros y tu Ascensión, has colmado de gozo al grupo de los Apóstoles y a la bienaventurada Madre que te engendró, haznos dignos de la gloria de los elegidos, por sus oraciones y por tu gran misericordia”.
La teología litúrgica que se desprende de la iconografía del misterio de la Ascensión desarrolla ampliamente el significado de la presencia de María en este episodio. Se subraya especialmente el carácter eclesial de esta presencia. En medio de los discípulos y en una anticipación de la espera de Pentecostés, María es imagen de la Iglesia en esta tierra, su figura y su centro maternal. Su actitud orante, con las manos elevadas hacia el cielo, es ya expresión de la “epíclesis” o ardiente invocación de la Esposa “Iglesia” que a través de los siglos en el Espíritu dice a Cristo : “Ven”. Pero ya desde el momento mismo de la Ascensión, la Virgen es intercesión ardiente que suplica la venida del Espíritu Santo. De hecho en la misma serie de iconografía del Evangeliario de Rabbula la escena de Pentecostés se presenta con una asombrosa identidad con la de la Ascensión; sólo que ahora el lugar que ocupaba Cristo lo llena la paloma del Espíritu, y los apóstoles con María llevan sobre sus cabezas las llamas del Espíritu Santo, el fuego desprendido del Cuerpo glorioso del Resucitado.
Hay también una razón profunda para la presencia de María en este misterio. La Virgen fue testigo excepcional y solitario del ingreso de Jesús en este mundo; de ella recibió la carne que el Verbo no poseía y que ahora lleva a la gloria del Padre e introduce para siempre en el seno de la Trinidad. María aparece desde este punto de vista como testigo de la humanidad de Cristo en toda la serie de sus misterios, esos “misterios de la carne de Cristo” que ahora pasan a los sacramentos de la Iglesia. Se ha cumplido el arco de la vida de su Hijo en esta tierra. Lo sintió tomar carne en su seno; lo ve subir al cielo en la plenitud de la gloria, con la carne transida de experiencia humana, de pasión y de la gloria. La Virgen está allí como testigo de toda la realidad de la Encarnación, junto a los que serán por el mundo los testigos de la resurrección gloriosa de su Hijo.
La Virgen María en el misterio de Pentecostés
“Los discípulos se dedicaban a la oración en común, junto con María, la Madre de Jesús” (cf. Hech 1,14).
Para la presencia de María en el Cenáculo de Pentecostés contamos con la breve y significativa referencia de Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles. La mejor exégesis científica de este paso pone de relieve la oportunidad de esta “recuperación” de María en el seno de la comunidad apostólica, en el momento de la efusión del Espíritu. Como ha escrito X. Pikaza en el mejor artículo que se haya escrito sobre este particular : “¿Qué aporta María en la visión de aquellos discípulos que reinterpretan la vida de Jesús? Los apóstoles son testigos de su actividad y de su pascua, las mujeres testifican la fuerza de su amor y la realidad de su muerte, los hermanos atestiguan el lugar de su familia. ¿Y María? Ella testifica su nacimiento humano, el camino de su infancia : Jesús no podría haber sido recibido en la Iglesia como plenamente humano si faltare el testimonio viviente de una madre que le ha engendrado y educado. Dentro de la Iglesia, María es una parte de Jesús. Jpor eso está allí como testigo silencioso. Ha mantenido las cosas de Jesús en su corazón (Lc 2,19.51); por medio de ella pasan a la Iglesia. Hay algo que ni los apóstoles, ni las mujeres, ni los hermanos podría testimoniar. Esa palabra única e insustituible ha de entregarla María en el misterio de la Iglesia, por eso aparece en Hch 1,14”.4
Además, la plena solidaridad de María con la comunidad apostólica subraya, si fuera menester que María no es una figura solitaria. Su lugar está siempre en medio de la Iglesia, donde ella continuamente evangeliza, hablando de su Hijo y donde a la vez recibe la alabanza de los que han comprendido la hondura de su fe y por eso la proclaman bienaventurada.
La efusión del Espíritu, lo sabemos, tiene impresionantes prarecidos con el misterio de la Anunciación. Es la misma fuerza que baja desde lo alto, la que cubrió a María con su sombre y ahora llena el corazón de los apóstoles; los labios de María se abren para dar testimonio en el Magnificat y los apóstoles anuncian las grandes obras del Señor. Allá el misterio de Cristo, aquí el misterio del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. María une de una manera singular la continuidad entre el misterio de la encarnación, por obra del Espíritu y el nacimiento de la Iglesia, por medio del mismo Espíritu de Cristo Resucitado. Hay simetría y progresividad.
La iconografía
También aquí la iconografía más antigua ofrece el mensaje de la fe de la Iglesia. El Códice de Rabbula de Edesa, fuente inspiradora de la iconografía oriental y occidental, coloca a la Virgen de pie en el centro de la Iglesia apostólica; la paloma, símbolo del Espíritu, en suprema verticalidad sobre su cabeza, lanza sobre ella la llama más abundante del fuego pentecostal. María aparece como ya en la Ascensión, en el centro de la Iglesia apostólica, como su figura y modelo, magnífica presencia femenina y rostro que evoca el de Jesús, en medio de los apóstoles.
Para este icono de Pentecostés quisiera evocar sobriamente una sugestiva exégesis de la teología oriental. Escribe el teólogo V. Lossky : “El Espíritu Santo ha aparecido en forma de lenguas de fuego, separadas las unas de las otras y se posaron sobre cada uno de los que allí estaban, sobre cada uno de los miembros del Cuerpo de Cristo... El Espíritu Santo se comunica a las personas, marcando cada miembro de la Iglesia con el sello de una relación personal y única con la Trinidad”. El Espíritu de Pentecostés une y distingue. Realiza la persona de cada uno en su irrepetible singularidad, en su propio carisma, pero a la vez la abre a la comunión con los demás. No hay fusión que despersonaliza; no hay personalismo que se encierra en su propia individualidad. La Iglesia es comunión de personas, llamadas una a una, marcadas por la gracia personalmente reunidas en la comunión por el mismo Espíritu que salvaguarda a la vez la singularidad de la vocación y de la misión, la respuesta personal y la irrefrenable tensión a la unidad, a imagen de la Trinidad. María ocupa así su puesto en la Iglesia; con su propia misión, con su carisma de Madre de Jesús y al mismo tiempo solidaria, unida, en comunión, parte de la Iglesia, discípula y apóstol, con función maternal de congregar en la comunión perseverante y en la oración confiada; ella tan experta en promesas y en esperas, en realidades divinas y en caminos históricos de realización parsimoniosa de las maravillosas de Dios.
Nuevas Misas
La liturgia de la Iglesia ha querido colmar un vacío mariano en la eucología occidental con los dos formularios de misas de la Virgen que tienen como centro el misterio del Cenáculo. La misa de La Virgen María en el Cenáculo (n.17) y La Virgen María, Reina de los Apóstoles (n.18). De estos dos formularios vale la pena recordar los testas centrales del Prefacio que evocan en simetría la Anunciación y la venida del Espíritu, la Visitación – Pentecostés misionero de la Virgen y la misión inicial de los Apóstoles.
“Porque nos has dado en la Iglesia primitiva un ejemplo de oración y de unidad admirables : la Madre de Jesús orando con los apóstoles. La que esperó en oración la venida de Cristo invoca al Defensor prometido con ruegos ardientes y quien en la encarnación de la Palabra fue cubierta con la sombre del Espíritu, de nuevo es colmada de gracia por el don divino en el nacimiento de tu nuevo Pueblo...” 5 Así oramos con el Prefacio que recuerda a María en la espera del Espíritu.
Y así, con feliz intuición litúrgica, la Iglesia reconoce en María las primicias de su misión apostólica que parte del Cenáculo lleno del ardor y de la fuerza del Espíritu :
“Porque ella, conducida por el Espíritu Santo llevó presurosa a Cristo al Precursor, para que fuera causa de santificación y alegría para él; del mismo modo Pedro y los demás apóstoles, movidos por el mismo Espíritu, anunciaron animosos a todos los pueblos el Evangelio que había de ser para ellos causa de salvación y de vida. Ahora también la santísima Virgen precede con su intercesión incesante, para que anuncien a Cristo Salvador por todo el mundo”.6
En plena recuperación de la ejemplaridad de María para la Iglesia en el ejercicio del culto divino, estas aportaciones de espiritualidad litúrgica, con la ayuda del Oriente cristiano y el inesperado regalo de la primitiva iconografía mariana que es fuente también de la “lex credendi”, la norma de la fe podemos vivir el misterio del Tiempo pascual. En la celebración del misterio de Cristo que ha resucitado, ha subido a los cielos y ha enviado el Espíritu Santo y santificador, la Iglesia mira a María, testigo excepcional de estos misterios para vivirlos y comunicarlos.
1 Misas de la Virgen María, I, Misal, Madrid, Coeditores litúrgicos, 1988 p.88
2 Oracional visigótico, Ed. José Vives, Barcelona 1946, p. 280
3Misas de la Virgen María, p. 91
4 X. PIKAZA, María y el Espíritu Santo (Hech.1,14. Apuntes para una mariología pneumatológica), en “Estudios Trinitarios” 15 (1981) pp.3-82, texto citado en la p.20.
5 Misas de la Virgen María, p.97.
6 Ib. P. 101
Autor: JESÚS CASTELLANO