miércoles, 30 de mayo de 2007

Icono de la Trinidad de Rublev (Catequesis)


El principio trinitario es el fundamento increbantable que une lo personal y lo comunitario y da un sentido último a todo. La imagen de Dios Uno y Trino a la vez se erige en única norma de toda existencia.

- La Trinidad es imagen conductora de los hombres, comunidad de amor mutuo, unidad en lo múltiple, unidad de todas las personas en una sola naturaleza recapitulada en Cristo.

- El dogma enuncia: Tres personas (hypostases) y una sola naturaleza o esencia ( ousia). Tres personas consustanciales representan la unidad absoluta y la diversidad absoluta. Están unidas no para confundirse sino para contenerse mutuamente. Cada Persona es una forma única de contener la esencia idéntica, de recibirla de las Otras, de darla a las Otras, y así de presentar a las Otras.

- “Un solo Dios porque hay un solo Padre”, según este axioma patrístico en un eterno movimiento de amor, el Padre-Fuente presenta las personas del Hijo y del Espíritu y les da lo que El es.

- Las relaciones de origen son también relaciones de diversidad que esconden y designan a la vez el misterio indecible de las Personas.

- Uno es soledad, dos es el número que separa, tres es el número que traspasa la separación; lo uno y lo múltiple se encuentran reunidos y circunscritos en la trinidad.

- San Sergio de Radonega ( 1313-1392) no ha dejado ningún tratado teológico, pero su vida entera estuvo consagrada a la Santa Trinidad. Objeto de su contemplación incesante, este misterio divio derrama en él y hace de él esa paz encarnada con que resplandecía visiblemente ante todos. Dedicó su iglesia a la Trinidad y se esforzó en reproducir una unidad a su imagen en su entorno inmediato y hasta en la vida política de su tiempo .Se podría decir que reunió a toda la Rusia de su época alrededor de su iglesia, alrededor del Nombre de Dios, para que los hombres “por la contemplación de la Santa Trinidad venzan el odio desgarrador del mundo”.


- Siete años después de su muerte, su discípulo san Nicono encargó al célebre iconógrafo Andrés Rublev que pintara un ícono de la Santa Trinidad en memoria de San Sergio. También hizo decorar el iconostasio de la abadía de la Santa Trinidad por Rublev y su fiel compañero Daniel. Los días de fieta, cuando Andrés y Daniel no trabajaban, “se sentaban ante los venerables y divinos íconos y mirándolos sin distracción...elevaban constantemente su espíritu y su pensamiento a la luz inmaterial y divina...”. Esta es la luz que Andrés Rublev supo transmitir en su ícono hecho célebre. Recrea el ritmo mismo de la vida trinitaria, su diversidad única y el movimiento de amor que identifica las Personas sin confundirlas. Parece que Rublev respira el aires de la eternidad, que vive en los espacios del corazón divino y se erige así en sorprendente poeta del Amor. El ícono de la Trinidad se remonta a la oración sacerdotal de Cristo: “ para que todos sean uno...para que el amor con el que me has amado esté en ellos y yo mismo esté en ellos...”( juan 17,21-23)

Interpretación del ícono de Rublev

- En 1515, la catedral de la asunción de Moscú se acababa de decorar con espléndidos íconos hechos por los alumos del gran maestro Rublev. Cuando todos entraron exclamaron: “en verdad los cielos se abren y se muestran los esplendores de Dios”.

- Este sentimiento se comprende ante el ícono de los íconos, el ícono de la Santa Trinidad hecho por el monje André Rublëv en 1425. Unos ciento cincuenta años después, el Concilio de los Cien capítulos lo erige como modelo de la iconografía y de todas las representaciones de la Trinidad.

- Podemos decir que no existe en ninguna parte nada parecido, en cuanto al poder de síntesis teológica, a la riqueza del simbolismo y a la belleza artística.

Se pueden distinguir tres planos superpuestos:

1- En primer lugar, la reminiscencia del relato bíblico de la visita de los tres peregrinos a Abraham ( Gen 18,1-5) El comentario litúrgico lo descifra: “bienaventurado Abraham, tú los has visto, has recibido a la divinidad una y trina”. Y la supresión de las figuras de Abraham y Sara invita a penetrar más profundamente y

2- A pasar al segundo plano, el de la “economía divina”.Los tres peregrinos celestes forman “el consejo eterno” y el paisaje cambia de significado: la tienda de Abraham se convierte en el palacio-templo; la encina de Manbré, en el árbol de la vida; el cosmos, en una copa esquemática de la naturaleza, signo ligero de su presencia. El ternero ofrecido como alimento hace sitio a la copa eucarística.


Los tres ángeles, ligeros y esbeltos, nos muestran cuerpos muy alargados (catorce veces la cabeza en vez de siete, que es la dimensión normal). Las alas de los ángeles, así como la manera esquemática de tratar el paisaje, san la impresión inmediata de lo inmaterial, la ausencia de gravedad. La perspectiva invertida elimina la distancia, la profundidad donde todo desaparece en la lejanía y, mediante el efecto contrario, acerca las figuras, muestr que Dios está ahí y que está en todas partes.

Las tres personas están conversando – y el tema podría ser el texto de Juan: “Dios ha amado al mundo de tal manera que le ha dado a su hijo único”. (I jn 4,9) Ahora bien, la Palabra de Dios siempre es acto: toma la figura sacrificial de la copa.

3- El tercer plano intra-divino sólo está sugerido, es trascendente e inaccesible. Sin embargo está presente, en tanto que la economía de la salvación fluye de la vida interior de Dios.
Dios es amor en sí en su esencia trinitaria, y su amor hacia el mundo sólo es el reflejo de su amor trinitario. El don de sí, que nunca es una falta, sino la expresión de la superabundancia del amor, está representado por la copa; los ángeles están agrupados alrededor del alimento divino. Los últimos trabajos de restauración han descubierto el contenido de la copa. La capa de pintura posterior que representaba un racimo, escondía el dibujo inicial: el cordero- que une esta comida celeste a la palabra del Apocalipsis- ha sido inmolado antes de la fundación del mundo. ( ver cita.....) El amor, el sacrificio, la inmolación, preceden al acto de la creación del mundo, están en su origen.

Los tres ángeles están en reposo que es la paz suprema del ser en sí; pero este reposo es embriagador, es un auténtico éxtasis, “la salida en sí misma”. Sa Gregorio de Nisa revela este misterio: “Es la mayor paradoja que la estabilidad y el movimiento estén en el mismo elemento.”

El movimiento

- El movimiento parte del pie izquierdo del ángel de la derecha, continúa en la inclinación de su cabeza, pasa al ángel de en medio, arrastra irresistiblemente el cosmos: la roca, el árbol, y se resuelve en la posición vertical de del ángel de la izquierda, donde entra en reposo, como en un receptáculo.

La unidad-igualdad – pluralidad


- De la concepción de los ángeles de Rublëv se desprende la unidad y la igualdad – se podría confundir un ángel con otro -; la diferencia viene de la actitud personal de cada uno hacia los otros, y, sin embargo no hay ni repetición ni confusión. El oro rutilante sobre los iconos designa siempre la divinidad, su superabundancia. Un solo Dios y tres personas perfectamente iguales es lo que expresan los cetros idénticos, símbolos del poder real de que está dotado cada ángel.

- La igualdad perfecta de los ángeles está tan fuertemente expresada que no existe regla alguna para definir la Persona divina representada en la figura de cada ángel. Para identificar a cada ángel se encuentra un testimonio importante en San Esteban de Pern, contemporáneo de Rublëv y amigo de San Sergio. En su misión entre los zirianos Esteban trae un icono de la Trinidad con la misma composición que el de Rublëv. Alrededor de cada ángel se lee una inscripción en lengua ziriana: el ángel de la izquierda lleva el nombre de Py (Hijo) el de la derecha (Puiltos) Espíritu Santo y el del centro (Aï) Padre.

- Cada persona tiene su signo indicado por los etros, que orientan la mirada hacia estos emblemas. Detrás del padre se encuentra el árbol de la vida, fuente. El cetro de Cristo señala la casa, iglesia, cuerpo de Cristo. El Espíritu se destaca en el trasfondo de las “rocas escalinadas”: la montaña, la cámara alta, el tabor, la elevación, el éxtasis, el aliento de los espacios y de las cumbres proféticas.

Formas geométricas de la composición: son rectángulo, cruz, triángulo y círculo.

- Rectángulo: En las concepciones de la época, la tierra era octogonal, y el rectángulo es el jeroglífico de la tierra que vemos en la parte inferior de la mesa. La parte superior de la mesa también es rectangular.El rectángulo expresa los cuatro lados del mundo, los cuatro puntos cardinales, que en los Padres de la iglesia eran la cifra simbólica de los cuatro evangelios en su plenitud, a la que no se le puede añadir ni suprimir nada; es el signo de la universalidad de la Palabra. Esta parte superior de la mesa-altar representa la Biblia ofreciendo la copa, fruto de la Palabra.

Las manos de los ángeles convergen en el signo de la tierra, ésta es el punto de aplicación del amor divino. El mundo está más acá de Dios como un ser de naturaleza diferente, pero incluído en el círculo sagrado de la comunión del Padre.

La cruz: Según la tradición del árbol de la vida se extrajo la madera de la cruz. Su figura es el eje invisible, pero el más evidente de la composición. Esta divide al ícono en dos y se cruza con la línea horizontal que une los círculos luminosos de los ángeles de los lados y forma la cruz.

La cruz se inscribe en el círculo sagrado de la vida divina, es el eje vivo del amor trinitario.

- El triángulo: Si se unen los extremos de la mesa al punto que se encuentra justo sobre la cabeza del ángel del centro, se puede ver que los ángeles se sitúan exactamente en un triángulo equilátero. Esto significa la unidad e igualdad de la trinidad.

- El círculo: la línea trazada siguiendo los contornos exteriores de los tres ángeles forma un círculo perfecto, símbolo de la eternidad divina. El centro de este círculo está en la mano del Padre el Pantocrator.

Padre:

- El poder del amor del Padre se manifiesta en la mirada del ángel del centro. El es amor y precisamente solo puede revelarse en la comunión y puede ser conocido como comunión. ( “Nadie viene al Padre sino por mi” Jn 14,6) es la más conmovedora revelación de la naturaleza misma del amor. No se puede tener ningún conocimiento de Dios fuera de la comunión entre el hombre y Dios, y esta es siempre trinitaria e inicia en la comunión entre el Padre y el Hijo. Hace comprender por qué el Padre no se revela nunca directamente. El icono muestra esta comunión cuya morada viva es la copa.

- Las líneas del lado derecho del ángel central se amplifican a medida que se acercan al ángel de la izquierda. En el lenguaje simbólico de las líneas, las curvas convexas designan siempre la expresión, la palabra, el despliegue, la revelación; y por el contrario, las curvas cóncavas significan obediencia atención, abnegación, receptividad. El Padre está vuelto hacia el Hijo. Le habla. El movimiento que recorre su ser es el éxtasis. Se expresa enteramente en el Hijo: “El Padre está en mi. Todo lo que el Padre tiene es mío”.

Hijo:

- El Hijo escucha, las parábolas de su vestido muestran la atención suprema, el abandono de sí.
El también renuncia así mismo para ser solo Verbo de su Padre. “las palabras que yo os digo, no las digo por mí mismo; el Padre que habita en mí es quien realiza sus propias obras”.

Su mano derecha reproduce el gesto del Padre: la bendición.

Espíritu:

- La dulzura del ángel de la derecha tiene algo de maternal. ( Ruah= el espíritu en las lenguas semíticas es femenino. Los textos sirios lo llaman a menudo el consolador: Consoladora). Es el consolador, pero también es el Espíritu: el Espíritu de la vida. Es el que da la vida y de quien todo se origina. Ppor su inclinación y el impulso de todo su ser, está en medio del Padre y del Hijo: es el Espíritu de la comunión. El movimiento parte del él.

Con una tristeza inefable, dimensión divina del Agape, el Padre inclina su cabeza hacia el hijo. Parece que habla del cordero inmolado cuyo sacrificio culmina en el cáliz que bendice. La posición vertical del Hijo traduce toda su atención, su rostro está como cubierto por la sombra de la cruz; pensativo, manifiesta su acuerdo con el mismo gesto de la bendición. Si la mirada del Padre, en su profundidad sin fondo, contempla el único camino de la salvación, la elevación apenas perceptible de la mirada del Hijo traduce su consentimiento. El Espíritu Santo se inclina hacia el Padre; está sumergido en la contemplación del misterio, su brazo tendido hacia el mundo muestra el movimiento descendente, Pentecostés.

Colores:

- Los colores en la iconografía poseen su propia lengua. En Rublëv alcanzan una riqueza inigualable, una armonía musical plena con toda la gama de los más finos matices. Sin embargo no hay efectos policromáticos, pues nada viene a turbar la profundidad del recogimiento divino. La densidad de los colores de la figura central se realza por el contraste con la blancura de la mesa y se refleja en el tornasol sedoso de los ángeles que lo rodean.

- El púrpura oscuro ( el amor divino) y el denso azul ( la verdad celeste) con el oro rutilante de las alas ( la abundancia divina) forman una armonía perfecta que se perpetúa y se vuelve a encontrar en una tonalidad dulcificada como una revelación matizada: rosa pálido y lila a la izquierda, azul más suave y verde plateado a la derecha.

- El oro de los tronos, asiento divino, habla de la superabundancia de la vida trinitaria.

- El azul llamado “azul de Rubëv” traduce el color del cielo de a Trinidad y del Paraíso.

- De lejos esta composición da la impresión de una llama roja y azul. Todo arde e el aire resplandeciente del mediodía. “Quien está cerca de mi está cerca del fuego”.

Una poderosa llamada se desprende del icono: “Sed uno, como el Padre y yo somos uno”. Todos los hombres son llamados a reunirse alrededor de la misma y única copa, a ascender hasta el nivel del corazón divino y tomar parte en la comida mesiánica.

La visión termina con una nota escatológica: es una anticipación del Reino de los cielos añada por la luz que no es de este mundo, por el hecho de que la Trinidad existe y nos ama. La sorpresa brota del alma pero se calla. Los místicos nunca hablan de la cumbre, sólo el silencio la descubre.

Visitación de la Virgen (Dionisio el Cartujo)


Sermón de Dionisio el Cartujo en la Solemnidad de la Visitación


Exsurgens Maria, abiit in montana ...(Lc.1,39-47) En este evangelio, S. Lucas escribe sentenciosamente cómo la dignísima Virgen, habiendo concebido al Unigénito de Dios, fuera impulsada a visitar a su parienta Santa Isabel, sabiendo que había concebido al precursor de Cristo.


Y así dice S. Lucas: Se levantó María del lugar en que el Arcángel Gabriel le anunciara la concepción de Cristo. Como María le dijese al ángel Yo soy la esclava del Señor, el ángel al instante se alejó de ella, y entonces ella, dejando ese lugar y la quietud de su oración y contemplación, subió a la montaña, o sea por lugares montañosos y ásperos (por los cuales es difícil avanzar subiendo) de los cuales está lleno Judea, sin demora. De esto surge que no fue gravada ni afligida a causa del recién concebido, como suele suceder en las otras mujeres; más bien fue aliviada, hecha más ágil y gozosa. Y no es de admirar esto, pues el que llevaba en su seno se llevaba a sí mismo: Cristo, que como atestigua el Apóstol (Heb. 1, 3), es el esplendor de la gloria, que con su palabra lleva todas las cosas por su poder. Continúa diciendo sin demora, porque según S. Ambrosio, no estaba mucho tiempo en público de buena gana, y no le agradaba dejarse ver con frecuencia por muchos. Y como ya estuvo llena del gozo espiritual y del fervor de una Santa devoción y del ardor del amor, se movió presurosamente; además, a causa del amor que tenía hacia su santa parienta, con la cual quiso alegrarse y a la que ayudó, tanto en ella como en el hijo que aún llevaba en su seno quiso derramar más abundante gracia de dones por la presencia de su Hijo Jesucristo, como así sucedió. En una ciudad de Judá, o sea una ciudad perteneciente al reino y a la tribu de Judá. Algunos piensan que se trata de Jerusalén, que fue la metrópolis en Judea: por esta ciudad dicen que pasó Santa María hacia la ciudad en que habitaba Isabel, que estaba unos cuatro o cinco kilómetros más allá de Jerusalén viniendo de Nazaret, que es de donde venía la Virgen María. Sin embargo, la ciudad de Judá puede ser la ciudad en donde vivían los padres de S. Juan.


Y entró en la casa de Zacarías, y saludó a Isabel, como dice el Eclesiástico (22, 31): no me avergonzaré de saludar a mi amigo. En primer lugar (dice S. Ambrosio) saludó a su parienta. Fue humildísima; pues corresponde que una virgen sea tanto más humilde cuanto más casta, no sea que por el demérito de su arrogancia merezca ser tentada, y sea abandonada por Dios y al final caiga.


Y sucedió que cuando Isabel escuchó el saludo de María, exultó el niño (Juan) en su seno. De esta exultación ya hemos hablado mucho en otro sermón sobre S. Juan Bautista. Debemos creer que conoció de modo milagroso la encarnación del Hijo de Dios y su presencia, y a la vista de tanto bien se alegró verdadera e inmensamente, incluso tan fuertemente que el gozo de la mente redundó en el cuerpo, y el movimiento del cuerpo mostró su alegría y honró la presencia de Cristo. Dice S. Ambrosio que así como Isabel sintió la venida de María, así Juan la de Cristo.


Isabel quedó llena del Espíritu Santo; dotada de mayor gracia y gozo que antes, cuando a ella vino la Madre de Cristo llevando en su vientre al Salvador, sobre todo porque sintió que su pequeño infante, en su vientre, exultara ante la presencia de la Virgen Santa y de Cristo. Antes de este momento Sta. Isabel había estado llena del Espíritu Santo, según cierto grado de plenitud. Pues esta mujer fue santa y perfecta desde antes, puesto que S. Lucas dice que ambos (Zacarías y ella) eran justos ante Dios, caminando en toda justicia por la observancia de los mandamientos, sin quejarse. Pero es costumbre en la Escritura el decir que un hombre está lleno del Espíritu Santo, cuando está lleno de la gracia de un modo notablemente exuberante. Por eso dice en los Hechos (4, 31): Después de haber orado, tembló el lugar donde estaban, y todos fueron llenados por el Espíritu Santo; lo que fue dicho de los primeros cristianos que en el día de Pentecostés fueron llenos del Espíritu Santo.


Santa Isabel, advirtiendo la venerada presencia de Cristo y de su Santísima Madre a causa de la milagrosa exultación de su hijo en el vientre, se gloriaba en Dios con todo su corazón, y quedó más llena que antes con el Espíritu Santo, y recibió el espíritu de profecía. Y exclamó con gran voz, o sea devota y afectuosa; pues de la plenitud de devoción y gozo interior prorrumpió con voz ingente, como dijo el Salvador: de la abundancia del corazón habla la boca (Mt. 12, 34). Dijo Isabel: Bendita tú entre las mujeres, entre todas la más bendecida por Dios, porque fuiste llena con mayores dones de gracia, virgen y madre, y hecha Madre del Hijo de Dios, madre de tu propio Creador: y así eres madre junto a Dios Padre, teniendo con El un solo y el mismo Hijo. Y bendito es el fruto de tu vientre, Cristo, a quien concebiste, quien es esencialmente bendito (santo) en cuanto Dios, dignísimo de toda bendición y alabanza, que reúne en sí toda gracia y bendición. También es bendito Cristo en su humanidad, o sea lleno plenamente de todo don de la gracia y la gloria, en cuanto que en El toda la capacidad de la mente creada fue llena de la gracia. De este fruto se habla en Isaías (4, 2). En aquel día será el germen del Señor, el Hijo de Dios, en gloria y magnificencia, y el fruto de la tierra será sublime; y en el Salmo 117, 26: Bendito el que viene en nombre del Señor.


¿De dónde a mí ?, ¿qué méritos tengo para que me suceda esto?, ¿que venga la Madre de mi Señor ?, Jesucristo, que es verdadero Dios; como si dijera: soy indigna de tanta dignación y visitación de mi Señora, la madre de mi Señor. Y esto es verdad, principalmente si consideramos la excelencia de dignidad y de gracia que fue puesta en María; y lo que fue Isabel en su naturaleza, o en cuanto fue menos santa que la Virgen Santa, e inferior a Ella. He aquí, oh María, en cuanto sonó la voz de tu saludo en mis oídos, apenas oí tu saludo, exultó de gozo, gozó inmensamente, el niño en mi seno. Por el saludo de María, escuchado por la madre de Juan, se iluminó milagrosamente la razón de Juan con un conocimiento actual de la encarnación y la presencia de Cristo. Por eso, según San Ambrosio, exultó sin duda por razón del misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Respecto de esto dice el doctísimo Nicolás de Gorra: Ved cuánta fuerza tiene el saludo de la Virgen Santa, que da gozo y trae al Espíritu Santo, y da la revelación de los divinos secretos y el acto de la profecía. Pienso que esto debe entenderse en cuanto que María entrega esos dones por modo de causa meritoria; porque María con su humilde visita, con su afectuoso saludo, mereció para Isabel dichos bienes.


Además, como enseña S. Beda, solo por revelación del Espíritu Santo conoció Isabel que María Virgen concibió al Hijo de Dios, como lo anunciara el ángel, y que creyó al ángel, y que exultó en su seno por la presencia de Cristo. Dice S. Gregorio (comentando a Ezequiel): Santa Isabel, tocada por el espíritu de profecía, a la vez conoció sobre el pasado, el presente y el futuro, que María creyó la promesa del ángel, y la llamó Madre del Señor y comprendió que llevaba en el seno al Redentor; y como predijo que se cumpliría todo lo que le fue dicho, expresó lo que seguiría en lo futuro.Luego agrega: Bienaventurada porque creíste; pues creyendo tan inefable e incomprensible misterio (que el Hijo de Dios verdadero se encarnaría en ti) mereciste la eterna bienaventuranza, ya que en esperanza y en incoación eres bienaventurada con la felicidad del viador, ya que tan alta contemplación y profunda fe tienes de Dios y de los misterios de Cristo. También dice S. Agustín que María fue más feliz concibiendo espiritualmente a Cristo por la fe, creyendo, que concibiéndolo corporalmente en su vientre. Porque se cumplirá lo que te fue dicho de parte del Señor.Y dijo María: Mi alma magnifica al Señor. Como si dijera: Tú, Isabel, me magnificas mucho, pero mi alma magnifica al Señor, o sea que reconoce como grande, glorioso, omnipotente, piadosísimo al Señor, del cual me viene todo bien, que El me ha dado en su piedad; por eso le agradezco, y con la mente, los labios y las obras venero su grandeza, su infinita dignidad y perfección. Y no dijo Magnifico, sino mi alma magnifica al Señor, para insinuar que lo hace con afecto de corazón, como dice el Eclesiástico (51, 8): mi alma alaba al Señor hasta morir; y en el Salmo 102, 1-2: Bendice alma mía al Señor.Y exulta mi espíritu, mi mente o mi alma en cuanto racional, en Dios mi salvador, objeto y causa de mi salvación. Ahora bien, alma y espíritu son realmente lo mismo, pero difieren con distinción de razón: pues se dice ‘alma’ en cuanto anima al cuerpo, lo informa y lo vivifica; se dice ‘espíritu’ por la sutileza de su naturaleza, y porque contempla las cosas celestiales. En fin, el gozo espiritual del cual habla aquí la Virgen María, procede del conocimiento y amor de la verdad y del bien, o sea de Dios y de sus beneficios y promesas. Cuanto más sublime era esta gloriosísima Virgen en la contemplación de Dios, y más ferviente en su amor, tanto más conoció que el Señor le hacía beneficios más preclaros, y que le había preparado una bienaventuranza mayor; por eso se gloriaba con más fuerzas en Dios como en su causa, objeto y fin.

El Espíritu Santo en la Visitación (Juan Pablo II)



Queridos hermanos y hermanas:
1. La verdad acerca del Espíritu Santo aparece claramente en los textos evangélicos que describen algunos momentos de la vida y de la misión de Cristo. Ya nos hemos detenido a reflexionar sobre la concepción virginal por obra del Espíritu Santo. Hay otras páginas en el “evangelio de la infancia” en las que conviene fijar nuestra atención, porque en ellas se pone de relieve de modo especial la acción del Espíritu Santo. Una de estas es seguramente la página en que el evangelista Lucas narra la visita de María a Isabel. Leemos que “en aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá” (Lc 1, 39). Por lo general se cree que se trata de la localidad de Ain-Karim, a 6 kilómetros al oeste de Jerusalén. María acude allí para estar al lado de su pariente Isabel, mayor que ella. Acude después de la Anunciación, de la que la visitación resulta casi un complemento. En efecto, el ángel había dicho a María: “Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril porque ninguna cosa es imposible para Dios” (Lc 1, 36-37). María se puso en camino “con prontitud” para dirigirse a la casa de Isabel, ciertamente por una necesidad del corazón, para prestarle un servicio afectuoso, como de hermana, en aquellos meses de avanzado embarazo. En su espíritu sensible y gentil florece el sentimiento de la solidaridad femenina, característico de esa circunstancia. Pero sobre ese fondo psicológico se inserta probablemente la experiencia de una especial comunión establecida entre ella e Isabel con el anuncio del ángel: el hijo que esperaba Isabel será precursor de Jesús y el que lo bautizará en el Jordán.
2. Gracias a esa comunión de espíritu se explica por qué el evangelista Lucas se apresura a poner de relieve la acción del Espíritu Santo en el encuentro de las dos futuras madres: María “entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo” (Lc 1, 40-41). Esta acción del Espíritu Santo, experimentada por Isabel de modo particularmente profundo en el momento del encuentro con María, está en relación con el misterioso destino del hijo que lleva en su seno. Ya el padre del niño, Zacarías, al recibir el anuncio del nacimiento de su hijo durante su servicio sacerdotal en el templo, escuchó que el ángel le decía: “Estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1, 15). En el momento de la visitación, cuando María cruza el umbral de la casa de Isabel (y juntamente con ella lo cruza también Aquel que ya es el “fruto de su seno”), Isabel experimenta de modo sensible aquella presencia del Espíritu Santo. Ella misma lo atestigua en el saludo que dirige a la joven madre que llega a visitarla.
3. En efecto, según el evangelio de Lucas, Isabel “exclamando con gran voz, dijo: ‘Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!’” (Lc 1, 42-45). En pocas líneas el evangelista nos da a conocer el estremecimiento de Isabel, el salto de gozo del niño en su seno, la intuición, al menos confusa, de la identidad mesiánica del niño que María lleva en su seno, y el reconocimiento de la fe de María en la revelación que le hizo el Señor. Lucas usa desde esta página el título divino de “Señor” no sólo para hablar de Dios que revela y promete (“Las palabras del Señor”), sino también del hijo de María, Jesús, a quien el Nuevo Testamento atribuye ese título sobre todo una vez resucitado (cf. Hch 2, 36; Flp 2, 11). Aquí él debe aún nacer. Pero Isabel, igual que María, percibe su grandeza mesiánica.
4. Eso significa que Isabel, “llena de Espíritu Santo”, es introducida en las profundidades del misterio de la venida del Mesías. El Espíritu Santo obra en ella esta particular iluminación, que encuentra expresión en el saludo dirigido a María. Isabel habla como si hubiese sido partícipe y testigo de la Anunciación en Nazaret. Define con sus palabras la esencia misma del misterio que en aquel momento se realizó en María. Al decir “¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?”, llama “mi Señor” al niño que María (desde hacía poco) lleva en su seno. Y además proclama a María misma “bendita entre las mujeres”, y añade: “Feliz la que ha creído”, como queriendo aludir a la actitud y al comportamiento de la esclava del Señor, que responde al ángel con su “fiat”: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
5. El texto de Lucas manifiesta su convicción de que tanto en María como en Isabel actúa el Espíritu Santo, que las ilumina e inspira. Así como el Espíritu hizo percibir a María el misterio de la maternidad mesiánica realizada en la virginidad, de la misma manera da a Isabel la capacidad de descubrir a Aquel que María lleva en su seno y lo que María está llamada a ser en la economía de la salvación: la “Madre del Señor”. Y le da el transporte interior que la impulsa a proclamar ese descubrimiento “con gran voz” (Lc 1, 42), con aquel entusiasmo y aquella alegría que son también fruto del Espíritu Santo. La madre del futuro predicador y bautizador del Jordán atribuye ese gozo al niño que desde hace seis meses lleva en su seno: “saltó de gozo el niño en mi seno”. Pero tanto el hijo como la madre se encuentran unidos en una especie de simbiosis espiritual, por la que el júbilo del niño casi contagia a la que lo concibió, e Isabel lanza aquel grito con el que expresa el gozo que la une a su hijo en lo más íntimo, como atestigua Lucas.
6. Siempre según la narración de Lucas, del alma de María brota un canto de júbilo, el Magnificat, en el que también ella expresa su alegría: “Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lc 1, 47). Educada como estaba en el culto de la palabra de Dios, conocida mediante la lectura y la meditación de la Sagrada Escritura, María en aquel momento sintió que subían de lo más hondo de su alma los versos del cántico de Ana, madre de Samuel (cf. 1 S 2, 1-10) y de otros pasajes del Antiguo Testamento, para dar expresión a los sentimientos de la “hija de Sión”, que en ella encontraba la más alta realización. Y eso lo comprendió muy bien el evangelista Lucas gracias a las confidencias que directa o indirectamente recibió de María. Entre estas confidencias debió de estar la de la alegría que unió a las dos madres en aquel encuentro, como fruto del amor que vibraba en sus corazones. Se trataba del Espíritu-Amor trinitario, que se revelaba en los umbrales de la “plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4), inaugurada en el misterio de la encarnación del Verbo. Ya en aquel feliz momento se realizaba lo que Pablo diría después: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz” (Ga 5, 22).



Audiencia General del miércoles 13 de junio de 1990

Visitación de la Virgen (Catequesis Juan Pablo II)



El misterio de la Visitación, preludio de la misión del Salvador

Catequesis de Juan Pablo II (2-X-96)

1. En el relato de la Visitación, san Lucas muestra cómo la gracia de la Encarnación, después de haber inundado a María, lleva salvación y alegría a la casa de Isabel. El Salvador de los hombres, oculto en el seno de su Madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo de su venida al mundo.


El evangelista, describiendo la salida de María hacia Judea, usa el verbo anístemi, que significa levantarse, ponerse en movimiento. Considerando que este verbo se usa en los evangelios para indicar la resurrección de Jesús (cf. Mc 8,31; 9,9.31; Lc 24,7.46) o acciones materiales que comportan un impulso espiritual (cf. Lc 5,27-28; 15,18.20), podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere subrayar el impulso vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a dar al mundo el Salvador.

2. El texto evangélico refiere, además, que María realiza el viaje «con prontitud» (Lc 1,39). También la expresión «a la región montañosa» (Lc 1,39), en el contexto lucano, es mucho más que una simple indicación topográfica, pues permite pensar en el mensajero de la buena nueva descrito en el libro de Isaías: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: "Ya reina tu Dios"!» (Is 52,7).

Así como manifiesta san Pablo, que reconoce el cumplimiento de este texto profético en la predicación del Evangelio (cf. Rom 10,15), así también san Lucas parece invitar a ver en María a la primera evangelista, que difunde la buena nueva, comenzando los viajes misioneros del Hijo divino.

La dirección del viaje de la Virgen santísima es particularmente significativa: será de Galilea a Judea, como el camino misionero de Jesús (cf. Lc 9,51). En efecto, con su visita a Isabel, María realiza el preludio de la misión de Jesús y, colaborando ya desde el comienzo de su maternidad en la obra redentora del Hijo, se transforma en el modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.

3. El encuentro con Isabel presenta rasgos de un gozoso acontecimiento salvífico, que supera el sentimiento espontáneo de la simpatía familiar. Mientras la turbación por la incredulidad parece reflejarse en el mutismo de Zacarías, María irrumpe con la alegría de su fe pronta y disponible: «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,40).
San Lucas refiere que «cuando oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1,41). El saludo de María suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo: la entrada de Jesús en la casa de Isabel, gracias a su Madre, transmite al profeta que nacerá la alegría que el Antiguo Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.
Ante el saludo de María, también Isabel sintió la alegría mesiánica y «quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno"» (Lc 1,41-42). En virtud de una iluminación superior, comprende la grandeza de María que, más que Yael y Judit, quienes la prefiguraron en el Antiguo Testamento, es bendita entre las mujeres por el fruto de su seno, Jesús, el Mesías.
4. La exclamación de Isabel «con gran voz» manifiesta un verdadero entusiasmo religioso, que la plegaria del Avemaría sigue haciendo resonar en los labios de los creyentes, como cántico de alabanza de la Iglesia por las maravillas que hizo el Poderoso en la Madre de su Hijo. Isabel, proclamándola «bendita entre las mujeres», indica la razón de la bienaventuranza de María en su fe: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). La grandeza y la alegría de María tienen origen en el hecho de que ella es la que cree.

Ante la excelencia de María, Isabel comprende también qué honor constituye para ella su visita: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» (Lc 1,43). Con la expresión «mi Señor», Isabel reconoce la dignidad real, más aún, mesiánica, del Hijo de María. En efecto, en el Antiguo Testamento esta expresión se usaba para dirigirse al rey (cf. 1 R 1, 13, 20, 21, etc.) y hablar del rey-mesías (Sal 110,1). El ángel había dicho de Jesús: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (Lc 1,32). Isabel, «llena de Espíritu Santo», tiene la misma intuición. Más tarde, la glorificación pascual de Cristo revelará en qué sentido hay que entender este título, es decir, en un sentido trascendente (cf. Jn 20,28; Hch 2,34-36).
Isabel, con su exclamación llena de admiración, nos invita a apreciar todo lo que la presencia de la Virgen trae como don a la vida de cada creyente.
En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del Bautista el Cristo, que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de Isabel expresan bien este papel de mediadora: «Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1,44). La intervención de María, junto con el don del Espíritu Santo, produce como un preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo empezado con la Encarnación, está destinada a manifestarse en toda la obra de la salvación divina.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 4-10-1996]

jueves, 24 de mayo de 2007

Feliz Pentecostés


Del esplendor eterno desciende el crisma profético
que consagra a los apóstoles en heraldos del Evangelio.
Ven, 0h divino Espíritu, con tus santos dones
y transforma nuestros cuerpos en el templo de tu Santa Gloria.

(Himno de vísperas para el Tiempo de Pascua)

Pentecostés (Iconografía)


La iconografía para la fiesta de Pentecostés es constante, aunque se registran variantes más o menos significativas sobre las que han discutido largamente teólogos e historiadores del arte. La variante más importante es con mucho la presencia de la Madre de Dios en el centro de la reunión de los Apóstoles.


Hallamos a la Madre de Dios en la iconografía de los primeros siglos, como por ejemplo en el Evangeliario sirio de Rábula del 587, y fue de nuevo propuesta sólo a finales del siglo XVI. Su presencia ha sido explicada de diversos modos: en el sentido de una transportación adherente a la narración de los Hechos de los Apóstoles, o en sentido deductivo, es decir, teniendo presente que el evento se desarrolló en Sión, lugar donde la Virgen vivía; luego, por tanto, es de suponer que participaba dentro del grupo de los Apóstoles.


Por lo que respecta, en cambio, a las razones de su ausencia en la iconografía bizantina y en la occidental, durante tanto tiempo, se han formulado distintas interpretaciones: por el hecho de que, concebid sin pecado y habiendo concebido por el Espíritu Santo, ella había sido transformada por el Espíritu, o también porque los textos litúrgicos no ofrecen indicaciones relacionadas de forma clara y puntual con la presencia de la Madre de Dios y su papel concreto en el momento del descenso del Espíritu Santo; o aun como consecuencia de la transformación del significado del icono de Pentecostés de histórico a simbólico, por lo que la "reintroducción" de la Virgen en Occidente y sucesivamente en algunos filones iconográficos bizantinos refleja el influjo que tuvo sobre el arte el ascenso del culto mariano.


La tribuna y las lenguas de fuego

En la parte superior del icono están pintada lateralmente dos casa, similares a torres. De este modo se quiere dar a entender que la escena se desarrolla en el "piso alto" de Sión, el de la última Cena, convertido, después de la Resurrección, en el lugar de reunión de los Apóstoles y discípulos para la oración.

Los edificios, simétricos, presentan aberturas solo en la parte alta, siguiendo las direcciones de las lenguas de fuego que emanan de la esfera celeste: de ésta parten los doce rayos.
"Apareciéndose en lenguas de fuego el Espíritu fija el recuerdo de aquellas palabras de salvación para el hombre que Cristo recibió del Padre y transmitió a los Apóstoles", se canta en el Canon de los Maitines de Pentecostés.



Los Apóstoles comenzaron a anunciar la Palabra a partir de ese momento en el que habían recibido al Espíritu, y su estar juntos daba vida a una junta, una unión espiritual, un sínodo; de forma análoga los iconos que representan los Concilios Ecuménicos reproducen el mismo esquema iconográfico.



El Viejo Rey



En el centro del hemiciclo, inmerso en la oscuridad, a menudo aparece un hombre anciano, con regios ropajes, que sostiene entre las monos un lienzo blanco. En algunas representaciones, sobre él aparecen doce rollos que simbolizan la predicación apostólica. El significado de esta figura no es unívoco. Parece haber tomado forma a partir del siglo X, mientras que anteriormente en su lugar figuraba una muchedumbre de gentes, de pueblos de distintas lenguas y nacionalidades como se dice en los Hechos de los Apóstoles.



Cuando se indica su nombre, se le llama: Ho Kósmos (el Mundo). El Viejo Rey pretendía ser una imagen simbólica que evocara el conjunto de pueblos y naciones que tenían en el Sasileus (emperador) bizantino su punto de referencia.Este significado, fruto de una evolución conceptual de carácter histórico-político, puede ser más directo e inmediato si se encuadra la figura en a estructura que la rodea, en la así llamada Bema Sirio.



En la tradición arquitectónica de las iglesias sirias y caldeas, encontramos, en efecto, un elemento del que hoy solo queda algún resto: el ambón o bema en el centro de la Iglesia. Se trata de una tribuna con forma de herradura colocada en el centro de la iglesia frente al ábside y el santuario en el que se halla el altar. Sobre éste se desarrollaba la liturgia de la Palabra, el anuncio a Jerusalén y al mundo, y tomaban asiento los celebrantes. El rey entonces, en el centro del hemiciclo es el mundo, puesto que él detenta el mandato celeste sobre la tierra.


El anciano está representado de forma en que se suele pintar al rey David, puesto que está representado a los "muchos profetas y justos que han deseado ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y escuchar lo que vosotros escucháis, y no lo escucharon", aprisionados por la naturaleza humana que el Espíritu ha bajado a edificar.


En algunos casos, el rey es identificado con el profeta Joel. El motivo es de naturaleza litúrgica. En efecto, en la gran víspera de Pentecostés, la segunda lectura veterotestamentaria está extraída precisamente de Joel, que dice. "Yo infundiré mi espíritu sobre vuestra persona, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros ancianos tendrán sueños, y vuestros mozos verán visiones". Profecía ésta que fue expresamente mencionada por Pedro para justificar el comportamiento de los Apóstoles frente a los "hombres de Judea" y a todos aquellos que se encontraban en Jerusalén después del descenso del Espíritu.


Los Doce


Los Doce se hallan por lo general dispuestos en las dos alas del hemiciclo y entre los dos grupos queda un sitio vacio. El trono vacío simboliza el trono preparado para la Segunda Venida. En este caso la representación asume el significado del Juicio Universal en el que los Doce se sientan "en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel". Cuando aparece la paloma, símbolo del Espíritu Santo, es la señal tangible de la realización de la economía de la salvación con su manifestación trinitaria.


El misterio de Pentecostés, en efecto, no es la encarnación del Espíritu, sino la efusión de los dones, que comunican la gracia increada a la persona humana, a cada miembro del Cuerpo de Cristo. La unidad que se realiza en la comunión eucaristíca es "por excelencia un don del Espíritu".

Icono de Pentecostés (Catequesis)

Jesucristo, el Hijo de Dios, fue crucificado, murió sobre la cruz, descendió a los infiernos, ha resucitado y, después de su resurrección, se les apareció a sus discípulos muchas veces. Al fin, después de haberlos bendecido, ascendió al cielo. Al dejar a los apóstoles, Cristo les ordenó: "Permaneced en Jerusalén hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24,49b). Y "...estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido, la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua" (Hch 2,1-6). Una imagen insigne de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles es el icono de Novgorod, de finales del siglo XV y principios del siglo XVI, pintado según el esquema tradicional. Los apóstoles están todo sentados y forman un arco que se abre hacia nosotros. Sobre ellos viene el Espíritu Santo bajo forma de lenguas de fuego, pintadas en el icono como rayos que bajan del cielo sobre los apóstoles.Un gran conocimiento ha iluminado la mente de cada uno de ellos. Esta sabiduría está representada por una aureola -el nimbo- alrededor de sus cabezas. El Espíritu Santo los ha iluminado. El icono está pintado con tal arte que, a pesar de que los apóstoles son diferentes, los vemos como si todos fueran uno solo. Desde ahora y para siempre los discípulos de Cristo están ligados el uno al otro, unidos por el Espíritu Santo. Esta comunión, esta unidad, es la Iglesia. Cada apóstol sostiene un rollo, símbolo de la enseñanza. También a nosotros se nos propone la enseñanza: el viejo de la corona, que es símbolo del mundo, el "Cosmos", se encuentra con nosotros; tiene en las manos un paño con los rollos. Entrad y recibid la enseñanza.Entrad en la Nueva Alianza. La Iglesia siempre está abierta -figura del Cosmos- y está representada como si se encontrara sobre las puertas. Este icono de Pentecostés es imagen de la Iglesia eternamente viva, siempre abierta al que entra. A ella, como a un arroyo que no se seca, afluyen las gentes, generación tras generación. El iconografo ha logrado hacer lo imposible: transmitir la acción que se está desarrollando fuera del tiempo, en la eternidad, de la cual llega a ser partícipe cualquiera que mire este icono.El círculo de la Iglesia no tiene principio ni fin, no se puede partir y tampoco cerrar. En él está el sentido profundo de su Universalidad.
Imagen: Icono de Theófanes de Creta.1546. Monasterio Stavronikita. Monte Athos. Grecia.

miércoles, 23 de mayo de 2007

Pentecostés (Santos Padres)



San Ireneo, Contra los herejes 3,17,1-3

El Señor dijo a los discípulos: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Con este mandato les daba el poder de regenerar a los hombres en Dios.Dios había prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su Espíritu sobre sus siervos y siervas, y que éstos profetizarían; por esto descendió el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios, que se había hecho Hijo del hombre, para así, permaneciendo en él, habitar en el género humano, reposar sobre los hombres y residir en la obra plasmada por las manos de Dios, realizando así en el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua condición a la nueva, creada en Cristo.Y Lucas nos narra cómo este Espíritu, después de la ascensión del Señor, descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés, con el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y para dar su plenitud a la nueva alianza; por esto, todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones.Por esto el Señor prometió que nos enviaría aquel Defensor que nos haría capaces de Dios. Pues, del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que somos muchos, no podíamos convertirnos en una sola cosa en Cristo Jesús, sin esta agua que baja del cielo. Y, así como la tierra árida no da fruto, si no recibe el agua, así también nosotros, que éramos antes como un leño árido, nunca hubiéramos dado el fruto de la vida, sin esta gratuita lluvia de lo alto.Nuestros cuerpos, en efecto, recibieron por el baño bautismal la unidad destinada a la incorrupción, pero nuestras almas la recibieron por el Espíritu.El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de prudencia y sabiduría, Espíritu de consejo y de valentía, Espíritu de ciencia y temor del Señor, y el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Defensor sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado Satanás como un rayo; por esto necesitamos de este rocío divino, para que demos fruto y no seamos lanzados al fuego; y, ya que tenemos quien nos acusa, tengamos también un Defensor, pues que el Señor encomienda al Espíritu Santo el cuidado del hombre, posesión suya, que había caído en manos de ladrones, del cual se compadeció y vendó sus heridas, entregando después los dos denarios regios para que nosotros, recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo, hagamos fructificar el denario que se nos ha confiado, retornándolo al Señor con intereses.
San Basilio, (Tratado sobre el Espíritu Santo 9)

«Ante todo, ¿quién habiendo oído los nombres que se dan al Espíritu, no siente levantado su ánimo y no eleva su pensamiento hacia la naturaleza divina? Ya que es llamado Espíritu de Dios y Espíritu de Verdad, que procede del Padre. Espíritu firme. Espíritu generoso. Espíritu Santo es su nombre propio y peculiar... Hacia Él dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia Él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa y su soplo es para ellos a manera de riego que les ayuda en la consecución de su fin propio y natural. Capaz de perfeccionar a los otros, Él no tiene falta de nada...Él no crece por adiciones, sino que está constantemente en plenitud; sólido en Sí mismo, está en todas partes. Él es fuente de santidad, Luz para la inteligencia; Él da a todo ser racional como una Luz para entender la verdad.

«Aunque inaccesible por naturaleza, se deja comprender por su bondad; con su acción lo llena todo, pero se comunica solamente a los que encuentra dignos, no ciertamente de manera idéntica ni con la misma plenitud, sino distribuyendo su energía según la proporción de su fe. Simple en su esencia y variado en sus dones, está íntegro en cada uno e íntegro en todas partes. Se reparte sin sufrir división, deja que participen de Él, pero Él permanece íntegro, a semejanza del rayo del sol, cuyos beneficios llegan a quien disfrute de él como si fuera único, pero, mezclado con el aire, ilumina la tierra entera y el mar... Por Él se elevan a lo alto los corazones; por su mano son conducidos los débiles; por Él los que caminan tras la virtud llegan a la perfección. Es Él quien ilumina a los que se han purificado de sus culpas y, al comunicarse a ellos, los vuelve espirituales...»

martes, 22 de mayo de 2007

Melitón de Sardes-Homilía sobre la Pascua


Muchas predicciones nos dejaron los profetas en torno al misterio de Pascua que es Cristo, «a quien sea dada la gloria por los siglos de los siglos, amén».
Por su parte, él vino desde los cielos a la tierra a causa de los sufrimientos humanos; se revistió de la naturaleza humana en el vientre virginal y apareció como hombre; hizo suyas las pasiones y sufrimientos humanos con su cuerpo sujeto a la pasión y destruyó las pasiones de la carne, de moda que quien por su espíritu no podía morir acabó con la muerte homicida.
Se vio arrastrado como un cordero y degollado como una oveja, y así nos redimió de idolatrar al mundo, como en otro tiempo libró a los israelitas de Egipto, y nos salvó de la esclavitud diabólica, como en otro tiempo a Israel de la mano del Faraón; y marcó nuestras almas con su propio espíritu y los miembros de nuestro cuerpo con su sangre.

Este es el que cubrió a la muerte de confusión y dejó sumido al demonio en el llanto, como Moisés al Faraón. este fue el que derrotó a la iniquidad y a la injusticia, como Moisés castigó a Egipto con la esterilidad.

Este es el que nos sacó de la servidumbre a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la tiranía al recinto eterno, e hizo de nosotros un sacerdocio nuevo y un pueblo elegido y eterno. El es la Pascua de nuestra salvación.

Este es el que tuvo que sufrir mucho y en muchas ocasiones: el mismo que fue asesinado en Abel y atado de pies y manos en Isaac, el mismo que peregrinó en Jacob y fue vendido en José, expuesto en Moisés y sacrificado en el cordero, perseguido en David y deshonrado en los profetas.

Este es el que se encarnó en la Virgen, colgado del madero, sepultado en tierra, y el que, resucitado de entre los muertos, subió al cielo.

Este es el cordero sin voz; el cordero inmolado; el mismo que nació de María, la hermosa cordera; el mismo que fue arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado de vísperas y sepultado a la noche; que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que en el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro."

De la Homilía sobre la Pascua, de Melitón de Sardes (Nn. 65-71: SC 123, 97-101)

Ascensión del Señor (Santos Padres)


"La Ascensión del Señor aumenta nuestra fe"

De los Sermones de San León Magno, Papa

Cristo, en su humanidad santísima, ya ha llegado a la gloria, esa gloria que, por el momento, es aurora para el resto de la humanidad. Todavía no la podemos experimentar, pero creemos firmemente en ella. De hecho, la esperanza en ese reino ha inducido a tantos hombres, después de Cristo, a entregar su vida, sin temer la muerte; hombres que conforman una constelación casi infinita de joyas en la historia de la Iglesia: son los mártires. Pero no sólo los mártires; en realidad, todos estamos llamados a una única santidad y todos debemos vivir con los ojos de nuestro corazón vueltos al cielo porque "pasa la figura de este mundo" y pronto seremos "recibidos en la paz y en la suma bienaventuranza, en la patria que brillará con la gloria del Señor". (Gaudium et spes, 93).

Así como en la solemnidad de Pascua la resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría, así también ahora su ascensión al cielo nos es un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en Cristo, por encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre. Hemos sido establecidos y edificados por este modo de obrar divino, para que la gracia de Dios se manifestara más admirablemente, y así, a pesar de haber sido apartada de la vista de los hombres la presencia visible del Señor, por la cual se alimentaba el respeto de ellos hacia él, la fe se mantuviera firme, la esperanza inconmovible y el amor encendido.

En esto consiste, en efecto, el vigor de los espíritus verdaderamente grandes, esto es lo que realiza la luz de la fe en las almas verdaderamente fieles: creer sin vacilación lo que no ven nuestros ojos, tener fijo el deseo en lo que no puede alcanzar nuestra mirada. ¿Cómo podría nacer esta piedad en nuestros corazones, o cómo podríamos ser justificados por la fe, si nuestra salvación consistiera tan sólo en lo que nos es dado ver? Así, todas las cosas referentes a nuestro Redentor, que antes eran visibles, han pasado a ser ritos sacramentales; y, para que nuestra fe fuese más firme y valiosa, la visión ha sido sustituida por la instrucción, de modo que, en adelante, nuestros corazones, iluminados por la luz celestial, deben apoyarse en esta instrucción.

Esta fe, aumentada por la ascensión del Señor y fortalecida con el don del Espíritu Santo, ya no se amilana por las cadenas, la cárcel, el destierro, el hambre, el fuego, las fieras ni los refinados tormentos de los crueles perseguidores. Hombres y mujeres, niños y frágiles doncellas han luchado en todo el mundo por esta fe, hasta derramar su sangre. Esta fe ahuyenta a los demonios, aleja las enfermedades, resucita a los muertos.

Por esto los mismos apóstoles, que, a pesar de los milagros que habían contemplado y de las enseñanzas que habían recibido, se acobardaron ante las atrocidades de la pasión del Señor y se mostraron reacios en admitir el hecho de su resurrección, recibieron un progreso espiritual tan grande de la ascensión del Señor, que todo lo que antes les era motivo de temor se les convirtió en motivo de gozo. Es que su espíritu estaba ahora totalmente elevado por la contemplación de la divinidad, del que está sentado a la derecha del Padre; y al no ver el cuerpo del Señor podían comprender con mayor claridad que aquél no había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al subir al cielo.

Entonces, amadísimos hermanos, el Hijo del hombre se mostró, de un modo más excelente y sagrado, como Hijo de Dios, al ser recibido en la gloria de la majestad del Padre, y, al alejarse de nosotros por su humanidad, comenzó a estar presente entre nosotros de un modo nuevo e inefable por su divinidad.

Entonces nuestra fe comenzó a adquirir un mayor y progresivo conocimiento de la igualdad del Hijo con el Padre, y a no necesitar de la presencia palpable de la substancia corpórea de Cristo, según la cual es inferior al Padre; pues, subsistiendo la naturaleza del cuerpo glorificado de Cristo, la fe de los creyentes es llamada allí donde podrá tocar al Hijo único, igual al Padre, no ya con la mano, sino mediante el conocimiento espiritual.

"Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo"

De los Sermones de San Agustín, obispo

(Sermón Mai 98, sobre la Ascensión del Señor, 1-2; PLS 2, 494-495)

"Hoy nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él nuestro corazón. Oigamos lo que nos dice el Apóstol: Si habéis sido resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Pues, del mismo modo que él subió sin alejarse por ello de nosotros, así también nosotros estamos ya con él allí, aunque todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que se nos promete.

Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y también: Tuve hambre y me disteis de comer. ¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a él, descansemos ya con él en los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo, nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él.
Él, cuando bajó a nosotros, no dejó el cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al volver al cielo. Él mismo asegura que no dejó el cielo mientras estaba con nosotros, pues que afirma: Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Esto lo dice en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios.

En este sentido dice el Apóstol: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. No dice: "Así es Cristo", sino: Así es también Cristo. Por tanto, Cristo es un solo cuerpo formado por muchos miembros. Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la divinidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza."
San Gregorio de Nisa
Cristo, el primogénito de entre los muertos, quien con su resurrección ha destruido la muerte, quien mediante la reconciliación y el soplo de su Espíritu ha hecho de nosotros nuevas criaturas, dice hoy: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. ¡Oh mensaje lleno de felicidad y de hermosura! El que por nosotros se hizo hombre, siendo el Hijo único, quiere hacernos hermanos suyos y, para ello, hace llegar hasta el Padre verdadero su propia humanidad, llevando en ella consigo a todos los de su misma raza.

San Cirilo de Alejandría
El Señor sabía que muchas de sus moradas ya estaban preparadas y esperaban la llegada de los amigos de Dios. Por esto, da otro motivo a su partida: preparar el camino para nuestra ascensión hacia estos lugares del Cielo, abriendo el camino, que antes era intransitable para nosotros. Porque el Cielo estaba cerrado a los hombres y nunca ningún ser creado no había penetrado en este dominio santísimo de los ángeles. Es Cristo quien inaugura para nosotros este sendero hacia las alturas. Ofreciéndose él mismo a Dios Padre como primicia de los que duermen el sueño de la muerte, permite a la carne mortal subir al cielo. El fue el primer hombre que penetra en las moradas celestiales… Así, pues, Nuestro Señor Jesucristo inaugura para nosotros este camino nuevo y vivo: “ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de su carne” (Heb 10,20)

viernes, 18 de mayo de 2007

Ascensión del Señor-Salmo Responsorial


Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9

R. Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Pueblos todos batid palmas,
aclamad a Dios con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible,
emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones;
el Señor, al son de trompetas;
tocad para Dios, tocad,
tocad para nuestro Rey, tocad.

Porque Dios es el rey del mundo;
tocad con maestría.
Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono sagrado.



COMENTARIO AL SALMO (JUAN PABLO II)

El Señor, rey del universo

1. «El Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra». Esta acla-mación inicial es repetida con tonos diferentes en el Salmo 46, que aca-bamos de escuchar. Se presenta como un himno al señor soberano del uni-verso y de la historia. «Dios es el rey del mundo... Dios reina sobre las na-ciones (versículos 8-9).

Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes del Salterio (cf. Salmo 92; 95-98), supone una atmósfera de celebración litúrgica. Nos encontramos, por tanto, en el cora-zón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo partiendo del templo, el lugar en el que el Dios infinito y eterno se revela y encuentra a su pueblo.

2. Seguiremos este canto de alabanza gloriosa en sus momentos fundamen-tales, como dos olas que avanzan hacia la playa del mar. Difieren en la ma-nera de considerar la relación entre Israel y las naciones. En la primera parte del Salmo, la relación es de dominio: Dios «nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones» (versículo 4); en la segunda parte, sin embargo, es de asociación: «Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham» (v. 10). Se constata, por tanto, un progreso importante.

Dios sublime... En la primera parte (cf. versículos 2-6) se dice: «Pueblos todos, batid pal-mas, aclamad a Dios con gritos de júbilo» (versículo 2). El centro de este aplauso festivo es la figura grandiosa del Señor supremo, a la que se atribu-yen títulos gloriosos: «sublime y terrible» (versículo 3). Exaltan la transcen-dencia divina, la primacía absoluta en el ser, la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mateo 28, 18).

3. En el señorío universal de Dios sobre todos los pueblos de la tierra (cf. versículo 4) el orante descubre su presencia particular en Israel, el pueblo de la elección divina, «el predilecto», la herencia más preciosa y querida por el Señor (cf. versículo 5). Israel se siente, por tanto, objeto de un amor parti-cular de Dios que se ha manifestado con la victoria sobre las naciones hos-tiles. Durante la batalla, la presencia del arca de la alianza entre las tropas de Israel les aseguraba la ayuda de Dios; después de la victoria, el arca se subía al monte Sión (cf. Salmo 67, 19) y todos proclamaban: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas» (Salmo 46, 6).

...Dios cercano a sus criaturas
4. El segundo momento del Salmo (cf. versículos 7-10) se abre con otra ola de alabanza y de canto festivo: «tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad». (versículos 7-8). También ahora se alaba al Señor, sentado en su trono en la plenitud de su realeza (cf. versículo 9). Este trono es definido «santo», pues es inalcanzable por el hombre limitado y pecador. Pero tam-bién es un trono celeste el arca de la alianza, presente en el área más sagrada del templo de Sión. De este modo, el Dios lejano y trascendente, santo e in-finito, se acerca a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Reyes 8, 27.30).

Dios de todos
5. El Salmo concluye con una nota sorprendente por su apertura universal: «Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abra-ham» (versículo 10). Se remonta a Abraham, el patriarca que se encuentra en el origen no sólo de Israel sino también de otras naciones. Al pueblo ele-gido, que desciende de él, se le confía la misión de hacer converger en el Señor todas las gentes y todas las culturas, pues Él es el Dios de toda la hu-manidad. De oriente a occidente se reunirán entonces en Sión para encontrar a este rey de paz y de amor, de unidad y fraternidad (cf. Mateo 8, 11). Como esperaba el profeta Isaías, los pueblos hostiles entre sí recibirán la invitación a tirar las armas y vivir juntos bajo la única soberanía divina, bajo un go-bierno regido por la justicia y la paz (Isaías 2, 2-5). Los ojos de todos esta-rán fijos en la nueva Jerusalén, donde el Señor «asciende» para revelarse en la gloria de su divinidad. Será una «muchedumbre inmensa, que nadie po-dría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas... Todos gritarán con fuerte voz: "La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero"» (Apocalipsis 7, 9.10).

6. La Carta a los Efesios ve la realización de esta profecía en el misterio de Cristo redentor, cuando afirma, al dirigirse a los cristianos que no provienen del judaísmo: «Así que, recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne... estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudada-nía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Efesios 2, 11-14).

En Cristo, por tanto, la realeza de Dios, cantada por nuestro Salmo, se ha realizado en la tierra en relación con todos los pueblos. Una homilía anó-nima del siglo VIII comenta así este misterio: «Hasta la venida del Mesías, esperanza de las naciones, los pueblos gentiles no adoraban a Dios y no sa-bían que Él existía. Hasta que el Mesías no les rescató, Dios no reinaba so-bre las naciones por medio de su obediencia y de su culto. Ahora, sin em-bargo, Dios reina sobre ellos con su palabra y su espíritu, pues les ha salva-do del engaño y les ha hecho sus amigos» (Palestino anónimo, «Homilía árabe-cristiana del siglo VIII», Roma 1994, p. 100).

(5 septiembre 2001)

lunes, 14 de mayo de 2007

La Virgen María en el Tiempo de Pascua

Ofrecemos aquí una meditación sobre el sentido de una presencia discreta y hasta escondida de la Madre del Resucitado en el misterio de esos cincuenta días de gozo pascual que se podría llamar tiempo de Pentecostés. Es tiempo de Cristo Resucitado, presente en medio de sus discípulos desde la mañana misma de Pascua. Es tiempo del Espíritu Santo, cuya efusión Juan el Evangelista anticipa en la misma tarde del Domingo de la Resurrección, para subrayar que el don del Espíritu Santo es el aliento mismo del Señor Resucitado transmitido a sus apóstoles (cf. Jn 20,22-23) para que prosigan la misma obra que Jesús ha llevado hasta el culmen de su pasión gloriosa. Es tiempo de la Iglesia, humanidad nueva, cuerpo del Resucitado que a través de las apariciones de Jesús a sus discípulos goza de la certeza de su presencia hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28,20). Es tiempo de María, la Madre de Cristo Resucitado en la alegría por el triunfo de su Hijo y en la experiencia fundamental que comparte, discípula entre los discípulos, de ser testigo de la Resurrección de la Ascensión y de Pentecostés.

Vamos a glosar sencillamente estas tres presencias de María a la luz de la liturgia, con elementos tradicionales y nuevos de Oriente y de Occidente, pidiendo la ayuda del testimonio iconográfico de la más antigua tradición bíblico-litúrgica que quiere suplir discretamente el silencio de los datos evangélicos.

Queremos dar así cabal apoyo a la orientación que el libro de las “Misas de la Virgen María” nos propone para el tiempo de Pascua : “En el “gran domingo”, esto es, durante los cincuenta días en que la Iglesia, con la alegría y júbilo celebra el misterio pascual, la liturgia romana recuerda también a la Madre de Cristo, llena de gozo por la resurrección de su Hijo, dedicada a la oración con los apóstoles y esperando confiadamente con ellos el don del Espíritu Santo" (cf. Hch 1,14).1

Se trata de la presencia y de la ejemplaridad de María en el arco de los misterios que sellan la misión salvadora de su Hijo y marcan el paso de la presencia del Resucitado a la misión del Espíritu Santo.

María en la alegría de la Resurrección

No vamos a embarcarnos en la difícil tarea de justificar una aparición de Jesús resucitado a la Virgen María. Hay literatura abundante en los apócrifos, en los escritos de los Padres que o se dejan convencer por los apócrifos o fuerzan los mismos textos evangélicos par ver en una de las Marías que reciben la aparición de Jesús a la Virgen Madre. Ni es éste el lugar para dejarnos seducir por los clásicos libros de la Vida de María que hablan de la primera aparición del Señor a su Madre, o por la abundante literatura espiritual sobre este tema. Vamos simplemente a escuchar testimonios litúrgicos, esenciales convicciones de fe que en el ámbito de la celebración de los misterios adquieren el valor del verdadero “sensus fidelium”.

Que María sea testigo de la Resurrección de su Hijo, nadie lo pone en duda. Su presencia en el Cenáculo, en espera del Espíritu, es un dato esencial. La experiencia de María como Madre y discípula no ha terminado al pie de la Cruz, donde han quedado consumados los misterios de Jesús de Nazaret, su Hijo según la carne. María es asociada plenamente a esa continuidad del misterio de Cristo en la dimensión del Espíritu, la que se inaugura la mañana de Pascua y tiene como momento estelar la efusión del Espíritu en Pentecostés. La experiencia de María se enriquece, crece y adquiere, como en el Calvario, toda la dimensión tipológica de “experiencia eclesial” en la que la Madre de Jesús aparece como figura y Madre de la Iglesia naciente.

EL ORIENTE BIZANTINO

La liturgia bizantina que con tanta efusión patética canta la presencia de María al pie de la cruz y pone en sus labios los más conmovedores lamentos por la muerte de su Hijo y las más súplicas por su pronta Resurrección, es bastante discreta para subrayar la alegría de nuestra Señora por el gozo de la Pascua.

El “megalinario” o canto a María que se intercala en la plegaria eucarística después de la epíclesis, en el momento en que se recuerda a la Virgen en la comunión de los Santos, tiene este tono particular ya en la gran vigilia pascual bizantina : “El Angel le dijo a la llena de gracia : ¡Alégrate, Oh Virgen pura! Te lo digo de nuevo : ¡Alégrate! Tu Hijo ha resucitado al tercer día del sepulcro y ha resucitado a los muertos : ¡haced fiesta, pueblos!. Revístete de luz, nueva Jerusalén, porque la gloria del Señor ha amanecido sobre ti. Haz fiesta y alégrate, Sión. Y tú, Purísima Madre de Dios, ¡alégrate por la Resurrección de tu Hijo!”

La última parte de este “megalinario” está tomada del poema de San Juan Damasceno que se canta en la gran vigilia pascual bizantina. La Madre de Cristo es asociada al gozo de la nueva Jerusalén, de la Iglesia que nace de la Resurrección. Pero el texto tiene un contenido simbólico sugestivo. Las palabras del ángel en el primer anuncio : “Alégrate, llena de gracia”, tienen ahora la dimensión del gran anuncio pascual. Los ángeles son los primeros evangelistas; las mujeres que reciben el anuncio y lo comunican a los discípulos incrédulos, son también “evangelistas”, como las llama la liturgia bizantina, hasta el punto que llega a definirlas “iguales a los apóstoles” e incluso “apóstoles de los apóstoles”. Entre estas mujeres, portadoras de perfumes (miróforas) y evangelistas, María está siempre incluida como testigo de la Resurrección. El gozo de este segundo anuncio que la Virgen recibe del ángel, parece sugerirnos el texto bizantino, le hace recordar todas las promesas del primer “Alégrate” de la Anunciación y las palabras de Jesús había muchas veces repetido a sus discípulos y que María junto con tantas otras conservaba en su corazón : “Al tercer día resucitaré”. En este texto bizantino podemos encontrar la fuente de la antífona mariana medieval que la Iglesia de Occidente repite durante el tiempo de Pascua : “Regina coeli, laetare, alleluia”.

Entre los “troparios” de la Resurrección que la liturgia bizantina canta todos los domingos, el del tono 6° (plagal 2°) ha conservado también un breve recuerdo al encuentro de Jesús con la Virgen María : “Angeles bajaron a tu sepulcro y los guardianes cayeron amortecidos... Saliste al encuentro de la Virgen tú que dabas la vida. ¡Señor resucitado de entre los muertos, gloria a ti!". Una antíquisima ilustración iconográfica se hace eco de esta convicción de los cristianos, transmitida quizás por la tradición oral. El Evangeliario de Rabbula de Edesa, de finales del siglo VI, conservado hoy en la Biblioteca Laurenziana de Florencia, en la escena de las mujeres que van al sepulcro y de Cristo que aparece en la mañana de Pascua, presenta siempre la iconografía de la Virgen María en plena continuidad con su imagen al pie de la cruz y como veremos en el misterio de la Ascensión del Señor.

LA LITURGIA OCCIDENTAL

En plena consonancia con las expresiones bizantinas, una colecta del Oracional visigótico para el día de la Resurrección aplica a la Virgen Madre la búsqueda del cuerpo de Jesús en el sepulcro que los evangelistas atribuyen a María de Mágdala. El texto podría ser traducido así :

“Señor Jesucristo, con qué ardoroso deseo y devoción buscaba tu bienaventurada Madre por todos los rincones del sepulcro tu cuerpo, cuando mereció recibir del ángel el anuncio para que no te llorara como muerto cuando te iba a ver cuanto antes resucitado...”2

Como gozosa prolongación de la tradicional antífona mariana del tiempo de Pascua, el “Regina coeli, laetare”, el Misal Romano de Pablo VI había recogido entre las misas votivas de la Virgen María el formulario para el tiempo pascual, todo él impregnado del motivo de la alegría de la Virgen por la Resurrección de su Hijo. Y ahora el formulario 15 de las Misas de la Virgen María tiene como título La Virgen María en la Resurrección del Señor y completa el anterior formulario con una antífona de entrada que es nueva y un prefacio que sintetiza de manera apropiada lo que la devoción y el sentido de los fieles había siempre puesto de relieve : la presencia de María en el misterio de Cristo Resucitado, para ser colmada del gozo de la Pascua después de haber participado con su Hijo en el dolor y la angustia de la Pasión y haber esperado con absoluta certeza el cumplimiento de sus promesas.

María, la virgen de la Pascua tiene ya en la liturgia occidental romana un formulario litúrgico que celebra y propone esta unión indisoluble de la Madre en el triunfo del Hijo. Como canta el Prefacio de esta Misa : “Porque en la resurrección de Jesucristo, tu Hijo, colmaste de alegría a la santísima Virgen y premiaste maravillosamente su fe; ella había concebido al Hijo creyendo y creyendo esperó su resurrección; fuerte en la fe, contempló de antemano el día de la luz y de la vida, en el que desvanecida la noche de la muerte, el mundo entero saltaría de gozo y la Iglesia naciente, al ver de nuevo a su Señor inmortal, se alegraría entusiasmada” .3

Gozo de la Virgen en la Pascua de su Hijo, ejemplo de la Iglesia que se alegra por el triunfo de Cristo y encuentra cada año, en el misterio pascual, la fuente de su alegría, de su esperanza y de su empeño.

La Virgen en la Ascensión del Señor

La solemnidad de la Ascensión del Señor, cuarenta días después de la Resurrección, celebra la exaltación gloriosa de Cristo a la derecha del Padre, el momento final de la presencia visible del Señor resucitado en medio de su discípulos, la orientación de la atención y de la esperanza de la Iglesia hacia el nuevo régimen de la vida sacramental en el Espíritu, cuando con la venida del Paráclito, “lo que era visible en Cristo pase a los sacramentos de la Iglesia”, según la feliz expresión de san León Magno.

La presencia de María en la Ascensión del Señor es un dato que la tradición nos ha legado a través de la iconografía que la liturgia bizantina ha recogido en el oficio litúrgico de este día y que en la ininterrumpida transmisión de la iconografía de este misterio se carga de significado eclesial.

Desde la primitiva representación de la Ascensión del Señor en las ampollas de Monza, que son del siglo IV o V, María ocupa el lugar central entre el cuerpo de los discípulos que dirigen su mirada al Señor que un nimbo de gloria sube hacia el Padre, mientras los ángeles anuncian que tal como ha subido al cielo así volverá (cf. Hch 1,10-11). El Evangelio de Rabbula de Edesa ofrece una imagen “naif” de este episodio con un colorido y un movimiento impresionantes. El detalle de la Virgen María es idéntico. De pie, entre el grupo de los apóstoles ocupa el lugar central. Está revestida con su manto purpúreo de “Theotokos”, Madre de Dios, las manos alzadas en actitud orante, casi acompañando el movimiento ascensional de su Hijo, en la misma línea vertical que ocupa Cristo en la parte superior, donde está representado en un nimbo de gloria llevado en la “Merkabah” o carro de fuego de los cuatro seres de la profecía de Ezequiel, mientras a derecha e izquierda los ángeles le ofrecen coronas de gloria.

La liturgia bizantina recoge en alguos “troparios” el significado de este misterio dando voz al expresión iconográfica. Un texto de las Vísperas de la Ascensión canta : “Era conveniente que quien como Madre habia sufrido más que ningún otro en tu pasión, fuese colmada de un gozo superior a cualquier otro gozo, al contemplar la glorificación de tu cuerpo”. Y asociando la Madre en la memoria de los apóstoles, testigos presenciales del acontecimiento, según las Escrituras, la liturgia bizantina expresa la teología de este misterio con una hermosa oración que transcribimos íntegramente :

“Dulcísimo Jesús que sin abandonar la comunión con el Padre, has querido sumergirte con nuestra humanidad entre los habitantes de esta tierra y hoy, desde el Monte de los olivos has subido a la gloria. Elevando contigo por amor la naturaleza caída, la has hecho sentarse contigo junto a tu Padre. Por eso, los ejércitos angélicos, asombrados, llenos de temor y reverencia, magnifican tu inmenso amor hacia los hombres. Junto con ellos, también nosotros habitantes de la tierra, glorificamos tu descenso hacia nosotros y tu Ascensión, has colmado de gozo al grupo de los Apóstoles y a la bienaventurada Madre que te engendró, haznos dignos de la gloria de los elegidos, por sus oraciones y por tu gran misericordia”.

La teología litúrgica que se desprende de la iconografía del misterio de la Ascensión desarrolla ampliamente el significado de la presencia de María en este episodio. Se subraya especialmente el carácter eclesial de esta presencia. En medio de los discípulos y en una anticipación de la espera de Pentecostés, María es imagen de la Iglesia en esta tierra, su figura y su centro maternal. Su actitud orante, con las manos elevadas hacia el cielo, es ya expresión de la “epíclesis” o ardiente invocación de la Esposa “Iglesia” que a través de los siglos en el Espíritu dice a Cristo : “Ven”. Pero ya desde el momento mismo de la Ascensión, la Virgen es intercesión ardiente que suplica la venida del Espíritu Santo. De hecho en la misma serie de iconografía del Evangeliario de Rabbula la escena de Pentecostés se presenta con una asombrosa identidad con la de la Ascensión; sólo que ahora el lugar que ocupaba Cristo lo llena la paloma del Espíritu, y los apóstoles con María llevan sobre sus cabezas las llamas del Espíritu Santo, el fuego desprendido del Cuerpo glorioso del Resucitado.

Hay también una razón profunda para la presencia de María en este misterio. La Virgen fue testigo excepcional y solitario del ingreso de Jesús en este mundo; de ella recibió la carne que el Verbo no poseía y que ahora lleva a la gloria del Padre e introduce para siempre en el seno de la Trinidad. María aparece desde este punto de vista como testigo de la humanidad de Cristo en toda la serie de sus misterios, esos “misterios de la carne de Cristo” que ahora pasan a los sacramentos de la Iglesia. Se ha cumplido el arco de la vida de su Hijo en esta tierra. Lo sintió tomar carne en su seno; lo ve subir al cielo en la plenitud de la gloria, con la carne transida de experiencia humana, de pasión y de la gloria. La Virgen está allí como testigo de toda la realidad de la Encarnación, junto a los que serán por el mundo los testigos de la resurrección gloriosa de su Hijo.

La Virgen María en el misterio de Pentecostés

“Los discípulos se dedicaban a la oración en común, junto con María, la Madre de Jesús” (cf. Hech 1,14).

Para la presencia de María en el Cenáculo de Pentecostés contamos con la breve y significativa referencia de Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles. La mejor exégesis científica de este paso pone de relieve la oportunidad de esta “recuperación” de María en el seno de la comunidad apostólica, en el momento de la efusión del Espíritu. Como ha escrito X. Pikaza en el mejor artículo que se haya escrito sobre este particular : “¿Qué aporta María en la visión de aquellos discípulos que reinterpretan la vida de Jesús? Los apóstoles son testigos de su actividad y de su pascua, las mujeres testifican la fuerza de su amor y la realidad de su muerte, los hermanos atestiguan el lugar de su familia. ¿Y María? Ella testifica su nacimiento humano, el camino de su infancia : Jesús no podría haber sido recibido en la Iglesia como plenamente humano si faltare el testimonio viviente de una madre que le ha engendrado y educado. Dentro de la Iglesia, María es una parte de Jesús. Jpor eso está allí como testigo silencioso. Ha mantenido las cosas de Jesús en su corazón (Lc 2,19.51); por medio de ella pasan a la Iglesia. Hay algo que ni los apóstoles, ni las mujeres, ni los hermanos podría testimoniar. Esa palabra única e insustituible ha de entregarla María en el misterio de la Iglesia, por eso aparece en Hch 1,14”.4

Además, la plena solidaridad de María con la comunidad apostólica subraya, si fuera menester que María no es una figura solitaria. Su lugar está siempre en medio de la Iglesia, donde ella continuamente evangeliza, hablando de su Hijo y donde a la vez recibe la alabanza de los que han comprendido la hondura de su fe y por eso la proclaman bienaventurada.

La efusión del Espíritu, lo sabemos, tiene impresionantes prarecidos con el misterio de la Anunciación. Es la misma fuerza que baja desde lo alto, la que cubrió a María con su sombre y ahora llena el corazón de los apóstoles; los labios de María se abren para dar testimonio en el Magnificat y los apóstoles anuncian las grandes obras del Señor. Allá el misterio de Cristo, aquí el misterio del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. María une de una manera singular la continuidad entre el misterio de la encarnación, por obra del Espíritu y el nacimiento de la Iglesia, por medio del mismo Espíritu de Cristo Resucitado. Hay simetría y progresividad.

La iconografía

También aquí la iconografía más antigua ofrece el mensaje de la fe de la Iglesia. El Códice de Rabbula de Edesa, fuente inspiradora de la iconografía oriental y occidental, coloca a la Virgen de pie en el centro de la Iglesia apostólica; la paloma, símbolo del Espíritu, en suprema verticalidad sobre su cabeza, lanza sobre ella la llama más abundante del fuego pentecostal. María aparece como ya en la Ascensión, en el centro de la Iglesia apostólica, como su figura y modelo, magnífica presencia femenina y rostro que evoca el de Jesús, en medio de los apóstoles.

Para este icono de Pentecostés quisiera evocar sobriamente una sugestiva exégesis de la teología oriental. Escribe el teólogo V. Lossky : “El Espíritu Santo ha aparecido en forma de lenguas de fuego, separadas las unas de las otras y se posaron sobre cada uno de los que allí estaban, sobre cada uno de los miembros del Cuerpo de Cristo... El Espíritu Santo se comunica a las personas, marcando cada miembro de la Iglesia con el sello de una relación personal y única con la Trinidad”. El Espíritu de Pentecostés une y distingue. Realiza la persona de cada uno en su irrepetible singularidad, en su propio carisma, pero a la vez la abre a la comunión con los demás. No hay fusión que despersonaliza; no hay personalismo que se encierra en su propia individualidad. La Iglesia es comunión de personas, llamadas una a una, marcadas por la gracia personalmente reunidas en la comunión por el mismo Espíritu que salvaguarda a la vez la singularidad de la vocación y de la misión, la respuesta personal y la irrefrenable tensión a la unidad, a imagen de la Trinidad. María ocupa así su puesto en la Iglesia; con su propia misión, con su carisma de Madre de Jesús y al mismo tiempo solidaria, unida, en comunión, parte de la Iglesia, discípula y apóstol, con función maternal de congregar en la comunión perseverante y en la oración confiada; ella tan experta en promesas y en esperas, en realidades divinas y en caminos históricos de realización parsimoniosa de las maravillosas de Dios.

Nuevas Misas

La liturgia de la Iglesia ha querido colmar un vacío mariano en la eucología occidental con los dos formularios de misas de la Virgen que tienen como centro el misterio del Cenáculo. La misa de La Virgen María en el Cenáculo (n.17) y La Virgen María, Reina de los Apóstoles (n.18). De estos dos formularios vale la pena recordar los testas centrales del Prefacio que evocan en simetría la Anunciación y la venida del Espíritu, la Visitación – Pentecostés misionero de la Virgen y la misión inicial de los Apóstoles.

“Porque nos has dado en la Iglesia primitiva un ejemplo de oración y de unidad admirables : la Madre de Jesús orando con los apóstoles. La que esperó en oración la venida de Cristo invoca al Defensor prometido con ruegos ardientes y quien en la encarnación de la Palabra fue cubierta con la sombre del Espíritu, de nuevo es colmada de gracia por el don divino en el nacimiento de tu nuevo Pueblo...” 5 Así oramos con el Prefacio que recuerda a María en la espera del Espíritu.

Y así, con feliz intuición litúrgica, la Iglesia reconoce en María las primicias de su misión apostólica que parte del Cenáculo lleno del ardor y de la fuerza del Espíritu :

“Porque ella, conducida por el Espíritu Santo llevó presurosa a Cristo al Precursor, para que fuera causa de santificación y alegría para él; del mismo modo Pedro y los demás apóstoles, movidos por el mismo Espíritu, anunciaron animosos a todos los pueblos el Evangelio que había de ser para ellos causa de salvación y de vida. Ahora también la santísima Virgen precede con su intercesión incesante, para que anuncien a Cristo Salvador por todo el mundo”.6

En plena recuperación de la ejemplaridad de María para la Iglesia en el ejercicio del culto divino, estas aportaciones de espiritualidad litúrgica, con la ayuda del Oriente cristiano y el inesperado regalo de la primitiva iconografía mariana que es fuente también de la “lex credendi”, la norma de la fe podemos vivir el misterio del Tiempo pascual. En la celebración del misterio de Cristo que ha resucitado, ha subido a los cielos y ha enviado el Espíritu Santo y santificador, la Iglesia mira a María, testigo excepcional de estos misterios para vivirlos y comunicarlos.


1 Misas de la Virgen María, I, Misal, Madrid, Coeditores litúrgicos, 1988 p.88
2 Oracional visigótico, Ed. José Vives, Barcelona 1946, p. 280
3Misas de la Virgen María, p. 91
4 X. PIKAZA, María y el Espíritu Santo (Hech.1,14. Apuntes para una mariología pneumatológica), en “Estudios Trinitarios” 15 (1981) pp.3-82, texto citado en la p.20.
5 Misas de la Virgen María, p.97.
6 Ib. P. 101



Autor: JESÚS CASTELLANO